jueves, 15 de abril de 2021

La pregunta de Needham y la importancia del relato

 

Joseph Needham, pionero en el estudio de la historia de la ciencia china en la década de los cincuenta del siglo pasado y autor de la obra magna Science and Civilisation in China, formuló una pregunta que ha dado lugar a un intenso debate: ¿por qué el nacimiento de la ciencia moderna se produjo precisamente en Occidente en la época de Galileo y se restringió a ese contexto? ¿Por qué no hubo una revolución científica en China, que hasta el siglo XV había aplicado el conocimiento natural a la resolución de necesidades prácticas de una forma mucho más eficiente que Occidente?

La pregunta ha cosechado respuestas de todo tipo, que a su vez han sido objeto de análisis en la literatura especializada. Colin Mackerras (2018) recoge alguna de ellas en un artículo que comienza con unas palabras muy reveladoras, a las que volveremos más tarde: afirma que uno de los hechos más importantes de la historia mundial es el dominio científico de Occidente sobre el resto del mundo, un espíritu científico que fue una de las motivaciones esenciales de la Revolución Industrial y del crecimiento tecnológico que permitió a Europa colonizar gran parte del planeta[1]. Entre las repuestas que repasa Mackerras se cuentan la de Fung Yu-lan, quien argumentó que en China no se había desarrollado la ciencia moderna porque, según sus propios valores, no la necesitaban. También encontramos motivos políticos —por ejemplo, la excesiva burocratización de la civilización china, sus formas de gobierno despóticas o la ausencia de conflictos territoriales internos que motivaran una competencia entre Estados como sucedió en Europa—, económicos —el hecho de que en China no se desarrollara un capitalismo y una actividad comercial que, para muchos autores, fue fundamental en la Revolución Científica—, religiosos o filosóficos —el interés del confucianismo y del taoísmo por cuestiones metafísicas antes que prácticas frente al protestantismo europeo, que aspiraba a conocer la ley natural como medio para entender la obra divina—, sociales —la ausencia de una clase media de artesanos y comerciantes o los rígidos sistemas de exámenes para ascender en la escala social—, científicos —la diferencia de los estudios matemáticos en China con respecto a Europa—, lingüísticos —la pretendida inadecuación del chino como lengua científica— e incluso ambientales —una falta de agua que habría impulsado el centralismo política para controlar los recursos hídricos—.

Frente a toda esta panoplia de argumentos, algunas voces han cuestionado la validez misma del interrogante de Needham, por ejemplo, Yung Sik Kim, Charles Graham y Nathan Sivin. Estos autores apuntan problemas como la legitimidad de preguntar por qué no ha sucedido algo, cuando de lo que ha de ocuparse la historia es de estudiar lo que sí ha sucedido. Además, este enfoque asume que lo natural es que sí suceda ese algo por cuya ausencia nos estamos preguntando. También critican el uso de presuposiciones y falacias históricas vinculadas a los supuestos factores inhibidores del desarrollo de una ciencia moderna en China: las respuestas a la pregunta de Needham equiparan cualquier rasgo presente en la sociedad occidental en la época de la Revolución Científica con una condición necesaria para el nacimiento de la ciencia moderna —obviando que una característica no tiene por qué desempeñar el mismo papel en todas las culturas— y, como contrapartida, identifican su ausencia con un obstáculo al progreso científico. Como señala Sivin (1982, p.14), así se consigue «una fórmula infalible para inferir que la fortaleza y el poder de la ciencia moderna se encuentran en el pasado, pero solo en el pasado de Europa», un pasado que no hay que examinar «debido a la presuposición de que fue Europa y solo Europa la que dio vida a la Revolución Científica. El resto de civilizaciones únicamente brillan cuando reflejan la luz de la tradición europea»[2].

Ese eurocentrismo es precisamente el punto de partida de la crítica de Roger Hart (1999), que va un paso más allá y cuestiona, no ya la legitimidad de la pregunta de Needham, sino sus propios términos.  Plantea la imposibilidad de encontrar una definición precisa de ciencia que sea válida en todos los momentos históricos y todas las sociedades, así como la de acotar un concepto de civilización con unos valores uniformes y unos límites geográficos invariables a lo largo de la historia y en todos los estratos de la sociedad. Si no podemos siquiera delimitar las nociones de ciencia y civilización, ¿por qué la comunidad académica ha intentado responder a esa pregunta que compara el estado de la ciencia en dos civilizaciones distintas? Hart argumenta que la pregunta de Needham es un reflejo de esa idea de superioridad de la ciencia occidental frente a la del resto de culturas a la que hacía referencia Mackerras, una dualidad entre un Occidente científico y los saberes intuitivos de la periferia. Aunque Hart reconoce la enorme de contribución de Needham al conocimiento de la ciencia china y la denuncia etnocéntrica de la crítica de Sivin, apunta a que en ambos casos sigue subyaciendo esa visión, ya que los dos pretenden redistribuir el mérito de los descubrimientos científicos y elevar el estatus de «las otras ciencias», pero solo hasta el nivel de afluentes que alimentan el mar que es la Revolución Científica occidental.

Esta mirada de superioridad forma parte de un relato, al que también pertenece la noción misma de «Revolución Científica», un término que Alexandre Koyré acuñó a principios del siglo XX y que buena parte de la comunidad académica actual considera una mera etiqueta. Como apunta Pardo Tomás (2020), esa expresión hizo fortuna a partir de la década de 1940 como eje de una narrativa de buenos y malos, con sus héroes y villanos, en la que se dan citan la oscuridad de la Edad Media, el resurgir renacentista y la genialidad de grandes figuras como Galileo o Newton, que se enfrentaron a las ideas religiosas para que se impusiera la razón. Esa ciencia sería el motor del colonialismo europeo, del desarrollo tecnológico de la Revolución Industrial y de la Ilustración, hasta traernos a una época llena de mejoras y avances tecnocientíficos.

Sin embargo, ese relato no resiste el estudio histórico de los hechos, que desvelan una realidad infinitamente más compleja. Ese periodo comprendido entre la publicación de De revolutionibus orbium coelestium de Copérnico en 1543 y la de Philosophiæ naturalis principia mathematica de Newton en 1687 al que hemos llamado Revolución Científica no fue una revolución surgida de la nada —además, puede que la ciencia practicada en Europa en esa época no tenga tanto que ver con nuestra visión actual de la ciencia, cuyo germen estaría más bien en el siglo XIX—. La tecnología no es una mera auxiliar ni un subproducto de la ciencia, la Edad Media no fue ni mucho menos tan oscura y el conocimiento no ha fluido permanentemente desde Occidente a Oriente. La circulación y asimilación de saberes entre distintas culturas a lo largo de toda la historia es demasiado importante como para afirmar sin asomo de duda que la ciencia moderna nació en Europa y preguntarse por qué no sucedió lo mismo en otros lugares.

La pregunta de Needham se produjo en un contexto concreto, el de este relato, y tuvo el valor de plantear el debate sobre la relación entre las condiciones sociales o históricas y los avances científicos, pero ahora se abren nuevas vías de estudio, entre ellas la de entender el papel que han desempeñado las narrativas sobre la ciencia y las civilizaciones en la construcción de la historia del mundo. Según Hart (1999, p. 109), el objetivo de esos nuevos estudios no sería contribuir «a grandes narrativas sobre el ascenso y la caída de las civilizaciones, sino a un entendimiento histórico de los procesos de la formación solidaria de conocimiento y comunidad»[3].

 

 


Referencias

De Saeger, D.; Weber, E. (2011) «Needham’s Grand Question Revisited: On the Meaning and Justification of Causal Claims in the History of Chinese Science» East Asian Science, Technology and Medicine, 33

Hart, R. (1999) «Beyond Science and Civilization: A Post-Needham Critique» Asian Science, Technology and Medicine, 16

Kim, Y. S. (2004) «The “Why not” Question of Chinese Science: The Scientific Revolution and Traditional Chinese Science» East Asian Science, Technology and Medicine, 22

Mackerras, C. (2018) «Global History, the Role of Scientific Discovery and the ‘Needham Question’: Europe and China in the Sixteenth to Nineteenth Centuries». En De Sousa, L.; Pérez García, M. (ed.) Global History and New Polycentric Approaches. Europe, Asia and the Americas in a World  Network System, Palgrave Macmillan: Singapur

Pardo Tomás, J. (2020) «¿Hubo una Revolución Científica?» Saberes en acción. Investigación y ciencia

Pardo Tomás, J. (2020) «Europa mira a los otros» Saberes en acción. Investigación y ciencia

Sivin, N. (1982) «Why the Scientific Revolution Did Not Take Place in China—or Didn’t It?» ChineseScience, 5



[1] Texto original: «One of the most important and intriguing facts in global history is the dominance that the West established over the rest of the world in terms of scientific discovery and innovation from the sixteenth century onwards. It is not too much to say that this scientific spirit was one of the key factors behind the Industrial Revolution and the growth of the technology that enabled Europe to colonize so much of the world and to assume a position of some degree of domination more or less everywhere».

[2] Texto original: This is an infallible formula for reading the strength and power of modern science into the historic past—but only the past of Europe. For the past of other civilizations the test is always anticipation of or approximation to some aspect of early European science, or modern science. Why does the science of early Europe not need to be tested? Because of the assumption that it and only it gave birth to the Scientific Revolution. Other civilizations shine only as they reflect the light of the European tradition.

[3] Texto original: The prospect is then for histories that contribute not to grand narratives of the rise and fall of civilizations but rather to a historical understanding of the processes of the mutual constitution of knowledge and community.

Análisis de dos biombos namban inspirados en diferentes tradiciones cartográficas

 

La llegada de los portugueses a Japón en 1543 dio comienzo a una época de contacto entre el mundo japonés y los occidentales o, como eran conocidos en Japón, los nanbanjin («los bárbaros del Sur», ya que los barcos arribaban a los puertos meridionales del archipiélago). Las naves portuguesas establecieron una ruta comercial entre Macao y Nagasaki que en la práctica suponía el intercambio de personas, ideas y mercancías entre Japón, China, Goa y Manila, a la que se sumaban sus derivaciones europeas. Todos estos intercambios comerciales también propiciaron la entrada de misiones religiosas en territorio japonés y el asentamiento de los jesuitas en Nagasaki.

La estrategia de evangelización de los jesuitas, dirigida por Alessandro Valignano, se basó en una idea de aproximación mutua, con la asimilación occidental de costumbres japonesas y la difusión del mundo europeo en Japón. En este contexto, en 1583 el pintor jesuita italiano Giovanni Niccolo fundó una academia de pintura, a instancias de Valignano, en la que se copiaban obras religiosas y mapas procedentes de Europa. Según su teoría, esta actividad permitiría a los japoneses reconocer la grandeza de Europa, de su ciencia y de su religión. Ese fue el germen del arte namban y sus biombos decorativos, concebidos inicialmente como un formato educativo para las clases altas, aunque después se convirtieron en uno de esos objetos de lujo que nutrían el comercio internacional.

La escuela de pintura de Niccolo desapareció en 1614 con la expulsión de los jesuitas de la isla, que más tarde se concretó en un cierre total de Japón a los occidentales, con la excepción de la presencia holandesa, restringida a la isla de Dejima y únicamente para fines comerciales. A pesar de ello, los japoneses siguieron pintando biombos de estilo namban hasta finales del siglo XVII. En ellos representaban ese mundo nuevo que había llegado a sus costas: mercancías, animales exóticos, nuevos artefactos, misioneros, tripulaciones de múltiples etnias y, sobre todo, los barcos, las naos y las carracas portuguesas, por las que los japoneses sentían gran interés —de hecho, adoptaron algunas de sus técnicas de navegación y los roteiros portugueses—.

Además de estas escenas que podríamos llamar costumbristas, los japoneses también plasmaron en los biombos namban los mapas llegados de Europa, como el Theatrum Orbis Terrarum de Ortelius, que se publicó en 1570 en Amberes y que Valignano podría haber llevado a Nagasaki en 1588 tras un viaje a Roma. De hecho, varios de los biombos namban incluyen la inscripción Typus orbis tarrarum. En estos biombos de inspiración cartográfica, solían representar en una cara el mapamundi, dejando la otra para pinturas de ciudades, curiosidades antropológicas, batallas (se conserva uno que plasma la batalla de Lepanto) o el mapa de Japón. Un buen ejemplo es este biombo del siglo XVII, conocido como el «Mapa del mundo y las veintiocho ciudades» y conservado en la colección de la Imperial Household Agency, en Tokio.

Fuente de la imagen


La influencia occidental en esta representación es notoria. Vemos, por ejemplo, representaciones del sistema cosmológico de Aristóteles y Ptolomeo, con la clásica representación del mundo sublunar y otra de un eclipse. Los mares aparecen surcados por barcos y salpicados de rosas de los vientos, como eco de los conocimientos adquiridos gracias a los marinos portugueses. A ambos lados del mapa están pintados personajes de distintas culturas y etnias, con ropas diferentes, y en los medallones que figuran en la parte inferior se ven alegorías de todos los continentes, con Europa en el centro sobre un trono.



En la segunda cara del biombo encontramos a ocho personajes montados a caballo, identificados según algunos autores (Goto, 2000) con soberanos europeos, sobre imágenes de 28 ciudades entre las que se contarían Lisboa, Sevilla, Constantinopla, Roma, Londres, Ámsterdam, Hamburgo, Moscú, Cuzco o París. Los artistas japoneses podrían haber tomado todos elementos de cartógrafos como los holandeses Willem Bleau o Petrus Kaerius y haberlos combinado según sus propios criterios estéticos.

Sin embargo, Occidente no es la única fuente cartográfica de los biombos namban. En el siguiente ejemplo, también del siglo XVII y conservado en la Universidad de Berkeley, en California, las esferas sublunares y las rosas de los vientos se combinan con un mapamundi en el que Japón está en el centro, con Europa a la izquierda y América a la derecha.

Este biombo se puede ver con mayor detalle en la biblioteca digitalizada de la Universidad de Berkeley


Puede que esta inversión con respecto a los mapas europeos se deba a que el artista no conocía las fuentes de primera mano, pero Cattaneo (2014) señala que la causa se encuentra en la influencia de otras cartografías, como el primer mapamundi chino de estilo europeo, el Kunyu wanguo quan tu, que el jesuita Mateo Ricci elaboró en 1602 junto a estudiosos chinos y que situaría Asia en el centro del mapa como concesión a las ideas budistas y confucianistas. Ese mapa llegó muy pronto a Japón: en la biblioteca de la Universidad de Tohoku se conserva una copia de esa época en color  en caracteres katakana. Los japoneses también conocían el mapa sino-coreano Kangnido, creado en el siglo XV y ampliado en el XVI, que le concedía protagonismo a China y Corea, dejaba África y Europa a la izquierda en un tamaño muy pequeño y todavía no representaba América, fruto de los conocimientos geográficos disponibles en la época y de sus ideas filosóficas.

Antes de pasar a la segunda cara del biombo, vamos a detenernos en los detalles de las esquinas: además de dos proyecciones desde los polos, vemos la representación clásica del universo aristotélico, con el mundo sublunar y el resto de las esferas correspondientes a los planetas. En la esquina opuesta encontramos una figura que muestra un mundo circunnavegable, con cuatro naves marcando los puntos cardinales. Esta cosmografía europea nacida del pensamiento de Aristóteles y Ptolomeo fue muy debatida en Japón, ya que chocaba con las ideas confucianas y budistas del mundo. Por ejemplo, el astrónomo japonés Mukai Genshō, de la escuela de Nagasaki, comentó desde la visión del confucionismo el Kenkon bensetsu, un tratado de cosmología aristotélica que había traducido al japonés el jesuita portugués Cristovão Ferreira. Curiosamente, en 1543, el año en que los portugueses llegaron a Japón y abrieron la puerta a este flujo de información que llevó a plasmar la cosmografía aristotélica en los biombos namban, en Europa se publicaba De revolutionibus orbium coelestium de Copérnico.

Detalles cosmográficos que acompañan el mapamundi del biombo


La otra cara del biombo representa un mapa de Japón en el que todavía se percibe la influencia de los tradicionales mapas gyōki japoneses. Este tipo de cartografía, que data de la época Nara (siglo VIII) y recibe su nombre del monje budista que inició su elaboración, representaba las provincias japonesas mediante toscas formas ovaladas y se usaba para fines administrativos y religiosos, como apoyo a un ritual anual que implicaba viajar por todo el país para expulsar a los malos espíritus.



Se ha escrito mucho sobre los biombos namban y se ha comentado, por ejemplo, la poca exactitud con la que se representaban los navíos portugueses, pero estas piezas son obras de arte a las que no cabe pedirles rigor científico. Son una expresión de la visión japonesa de todos los cambios que se produjeron durante esa etapa de contacto entre Oriente y Occidente. Sin embargo, la riqueza de las fuentes en las que se inspiran deja claro que el conocimiento no fluyó únicamente de Europa a Japón y también hubo intercambios dentro del mundo asiático, con China y Corea, adonde llegaban ideas de otras zonas, por tierra y por mar. Además, ese sincretismo podría ser también la vía mediante la que los artistas exploraron su propia identidad y su posición en un mundo nuevo.

 

  

Referencias

Cattaneo, A. (2014) «Geographical Curiosities and Transformative Exchange in the Nanban Century (c. 1549-c. 1647)». Études Épistémè, 26

Curvelo, A. (2006) «A Arte Namban no contexto dos impérios ibéricos». Simpósio internacional Novos Mundos – Neue Welten. Portugal e a Época dos Descobrimentos, Deutsches Historisches Museum, Berlín

Goto, T.  (2000) «Emergent Consciousness about the self depicted in the world map screens». University of British Columbia

Loh, J. F. (2013) When Worlds Collide—Art, Cartography, and Japanese Nanban World Map Screens. Columbia University

Nagy, R. (2020) «Nanban World Map Screens: Reinventing the Image of Japan in the Sixteenth-century». Re:Locations - Journal of the Asia-Pacific World, 1(1), 20-32.

Yamafune, K. (2020) «Portuguese Naus on Namban Screens: A study of the first European ships on paintings from the late 16th to early 17th centuries in Japan». Conference: APCONF 2014 (Asia-Pacific Regional Conference on Underwater Cultural Heritage).

El Galeón de Manila: una ruta comercial por la que circuló el conocimiento de tres continentes

 

En el siglo XVI, la Corona española, movida por su deseo de ampliar sus posesiones y participar en el comercio europeo con Oriente que habían iniciado los portugueses, organizó varias expediciones para llegar a las conocidas como islas de la Especiería. Tras cinco intentos frustrados —los dos primeros desde España y los restantes desde México—, el sexto, comandado por López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, tuvo éxito.

Urdaneta, que había estudiado filosofía, matemáticas, astronomía y náutica, había participado en la segunda expedición dirigida por Jofre de Loaisa, que llegó a las Molucas en 1526 y sufrió todo tipo de vicisitudes. Se vio obligado a quedarse allí con otros supervivientes de la tripulación durante 11 años, tiempo durante el cual estudió las técnicas de navegación de la zona y elaboró cartas marítimas. Después de volver a la metrópoli en 1935, se afincó en el virreinato de Nueva España, donde entró en la orden de San Agustín. Desde allí se embarcó en la expedición de Legazpi que partió en 1564 desde Acapulco hacia Filipinas y consiguió llegar a buen puerto. Urdaneta propuso volver a Acapulco por el Pacífico, pero ascendiendo hasta Japón, y aprovechó la corriente de Kuroshivo para regresar a América. El conocimiento que adquirió sobre corrientes, ciclones y condiciones atmosféricas en su anterior viaje a Oriente le permitió descubrir el tornaviaje tan ansiado: así nació una ruta comercial circular entre México y las Filipinas que en adelante se conocería como el Galeón de Manila y que estuvo activa entre 1565 y 1815.



Este viaje entre Acapulco y Manila tenía sus extensiones hacia Occidente con destino a España, pero también hacia Oriente. Los españoles colonizaron Filipinas, una labor que encomendaron a los frailes agustinos que estaban en México, pero su verdadero objetivo era saltar a China, algo que intentaron mediante misiones religiosas. Fray Martín de Rada, agustino, fue uno de los primeros en aventurarse en territorio chino y en documentar sus hallazgos con relaciones de sus viajes y varios tratados sobre la lengua china. Le siguieron otros religiosos como Juan González de Mendoza, autor de la Historia del Gran Reino de la China, que se publicó en España en 1585 y se tradujo a varios idiomas, siendo una de las principales fuentes de conocimiento sobre China en Europa en aquel momento. El dominico Juan Cobo fue el primero en traducir una obra china al español, tradujo al chino catecismos y textos de Séneca y escribió un libro original en chino de contenido religioso y científico. Cobos y otros religiosos como Pedro Bautista también intentaron tejer lazos con Japón, pero su empeño fue infructuoso, ya que su única motivación era la evangelización y lo que interesaba a los japoneses era obtener conocimientos sobre fabricación de barcos y técnicas mineras.

Pero la circulación de conocimientos entre los tres continentes fue mucho más allá de estas incursiones religiosas iniciales. Aunque en su viaje hacia Acapulco los galeones llevaban productos filipinos, la mayor parte de la carga procedía de China e incluía también mercancía de la India o Japón: sedas, porcelana, tapices, especias, prendas de algodón indio, biombos, lacados o distintas especies vegetales, como el mango.   Desde Acapulco salía principalmente plata de las minas americanas, muy demanda en China, además de plantas como el tomate o la patata, que supuso un cambio en los hábitos agrícolas y alimentaciones chinos. Con el tiempo, los intercambios se fueron refinando, con mercancías que viajaban y volvían a su origen transformadas: desde Acapulco se enviaban algunos de los tintes que China usaba para teñir la seda que más tarde vendería a América; el mercurio de las minas chinas cruzaba el océano y llegaba a las minas del virreinato para la purificación de la plata que arribaría a territorio chino en forma de lingotes y monedas, que incluso llegaron a estar en circulación en China después de un resellado.

A todos estos flujos hay que sumar el de personas. En el barrio del Parián de Manila se asentó una importante comunidad de comerciantes y artesanos chinos, conocidos como sangleyes, además de población procedente de América, convirtiendo la ciudad en un crisol de culturas en el que se intercambiaban técnicas y conocimientos de distintos oficios. Al otro lado del Pacífico sucedió lo mismo con la llegada de artesanos, trabajadores asiáticos y esclavos destinados a los astilleros en los que se fabricaban los galeones, que llevaron consigo las técnicas usadas en el astillero de Manila, en el que se utilizaban materiales distintos. Aunque algunos de ellos retornaron o huyeron, otros se asentaron en territorio mexicano y tuvieron una influencia en la cultura mexicana que llega a nuestros días.

En el Galeón de Manila unió Asia y América a través de un flujo constante de mercancías, personas, cartas marítimas, relaciones de viajes, estudios sobre lenguas filipinas o americanas y nuevas ideas. Y todo ello estaba conectado también en un camino de ida y vuelta con Europa, creando una vía de intercambio de conocimientos entre los tres continentes.

 

 

Referencias

Caranci, C. A «El tornaviaje Andrés de Urdaneta (1564-65)». Sociedad Geográfica Española

Cervera Jiménez, J. C. (2020) «El Galeón de Manila: mercancías, personas e ideas viajando a través del Pacífico(1565-1815)» México y la Cuenca del Pacífico, vol. 9, n.º 26

Folch Fornesa, D. (2008) «Biografía de fray Martín de Rada» Huarte de San Juan. Geografía e historia, n.º 15

Mayer Celis, L. (2012) «La circulación de hombres, instrumentos, libros y conocimientos en el siglo XVI.El caso del tornaviaje en el océano Pacífico». Quipu, Revista Latinoamericana de Historia de las Ciencias y la Tecnología, vol. 14, n.º 2

Palacios, H. (2008) «Los primeros contactosentre el Japón y los españoles: 1543-1612» México y la Cuenca del Pacífico, vol. 11, n.º 31

El telescopio y el astrolabio: ¿ciencia frente a tecnología?

 

El astrolabio es un instrumento astronómico conocido desde la época helenística y que se perfeccionó en el ámbito de la ciencia islámica. Está formado por un disco denominado ‘madre’ que funciona como armazón y tiene dos caras, la faz y el dorso. Sobre la parte de la faz se encajan las ‘láminas’ o ‘tímpanos’, que son unas placas grabadas a modo de tablas de coordenadas y se cambian según la latitud. Encima de las láminas se coloca la ‘araña’, un disco perforado que representa el mapa celeste y cuyas puntas indican la posición de las estrellas. En el dorso del astrolabio encontramos la ‘alidada’, una regleta metálica giratoria usada para calcular la altura de los objetos celestes. El conjunto se remata con una anilla destinada a colgar el astrolabio para su uso.

El borde y el dorso de la madre de un astrolabio llevan grabados una gran cantidad de datos, como distintas escalas y graduaciones, que dan una idea de la amplia variedad de fines para los que se utilizó, desde la realización de mediciones astronómicas para facilitar la navegación o elaborar mapas a la determinación de la hora del día con el fin de articular los ritos religiosos. Aunque ya se encontraban en el mundo griego, su mejora y generalización se los debemos a la ciencia islámica gracias a la contribución de astrónomos como al-Khwārizmī, a quien se atribuye la construcción del primer astrolabio árabe, Maslama de Madrid, ibn Said o Azarquiel, que en el siglo XI diseñó una lámina única para todas las latitudes, un importante avance de gran utilidad para la navegación. De hecho, el astrolabio fue el principal instrumento usado para la navegación marítima hasta la invención del sextante a mediados del siglo XVIII.

Despiece de un astrolabio. Foto en el dominio público. Fuente


El telescopio es un instrumento de observación astronómica mucho más moderno: el primero conocido data de 1608 y fue obra del fabricante de lentes holandés Hans Lippershey. Se trataba de un telescopio refractor, con una lente convergente y otra divergente, de diseño muy sencillo, pero que le sirvió a Galileo para hacer descubrimientos tan importantes en la época como los satélites de Júpiter. Otros astrónomos, entre los que destacan Kepler y Cassinni, siguieron mejorando este modelo, que probablemente es deudor de los trabajos sobre óptica que hizo en el siglo X otro científico islámico, Alhacén. Sin embargo, quien consiguió un salto cualitativo para este instrumento fue Newton, que diseñó el primer telescopio reflector, con espejos en lugar de lentes, lo que evitaba la aberración cromática. Desde entonces hasta hoy, el telescopio ha experimentado una evolución espectacular en cuanto a sus prestaciones técnicas.

La estrategia más obvia para comparar estos dos instrumentos es equiparar el astrolabio a las tradiciones tecnológicas, tan importantes en el mundo islámico y en la ciencia medieval occidental, y asignar el telescopio al marco de la ciencia teórica. Podemos argumentar que el astrolabio nace como respuesta a una necesidad práctica de ubicarnos en el tiempo y en el espacio, ya fuera para fines religiosos, para saber cuándo plantar las cosechas o para navegar. Desde esta óptica, es fácil inferir que el uso del astrolabio, en principio más humilde que el telescopio, habría tenido en realidad una mayor influencia en las sociedades de la época, en la vida cotidiana y también en grandes acontecimientos como las exploraciones marítimas, que conllevaron enormes consecuencias sociales, económicas, políticas o científicas.

Si continuamos con este planteamiento, situaríamos el telescopio en el ámbito de la astronomía como búsqueda de una cosmografía, una idea filosófica vinculada a una visión del mundo. En este contexto, la disputas sobre el heliocentrismo y el geocentrismo o, más recientemente, sobre el tamaño del universo, la composición de las estrellas o el Big Bang podrían parecer triviales para la vida diaria de una sociedad.

Sin embargo, las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad son tan intrincadas que es muy difícil deslindarlas o valorarlas por separado. Aunque sea un instrumento práctico, el astrolabio es una herramienta basada en las matemáticas y la astronomía, es decir, se apoya en el conocimiento teórico y, a su vez, nutre ese saber teórico con observaciones prácticas. Su influencia más tangible en la sociedad puede adivinarse en el plano cotidiano, pero sus usos en la navegación también supusieron cambios de calado filosófico o político: por ejemplo, la llegada de los europeos a América abrió las puertas a un mundo lleno de novedades que, sin duda, transformó las sociedades coloniales y pudo contribuir al desarrollo de la ciencia europea durante la denominada revolución científica.

Del mismo modo, los avances logrados gracias al telescopio y esas ideas sobre distintas cosmografías, que a primera vista parecen fútiles, repercutieron en las sociedades de la época, las ideas religiosas y hasta las luchas entre países. Podemos pensar también en otras consecuencias prácticas de ese conocimiento teórico, en las observaciones de Galileo y Kepler que dieron pie a la ley de la gravitación universal de Newton o en todo lo que le siguió, con sus consiguientes efectos sociales, económicos y políticos.

Los vínculos entre ciencia, tecnología y sociedad son múltiples y funcionan en todas las direcciones, por lo que sería muy difícil intentar conocer uno de ellos sin tener en cuenta los otros dos o valorar la influencia de uno en otro sin considerar el tercero.

 

  


Referencias

Cuevas, S.; Sánchez, B.;   (2009) «El telescopio y su historia». Ciencias. Revista de difusión de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, n.º 95, pp. 28-31

González Marrero, J. A.; Medina Hernández, C. (2009) «Técnicas astronómicas de orientación e instrumentos náuticos en la navegación medieval» Fortunatae: Revista canaria de Filología, Cultura y Humanidades Clásicas, n.º 20, pp. 17-30

Martín Moreno, E. (2016) «La transmisión del saber clásico. Astrolabio andalusí de Ibn Said». Madrid: Museo Arqueológico Nacional

Teso Vilar, E. (2009) «Historia de la astronomía a través de los instrumentos de observación». 100cias@uned, n.º 2 (nueva época), pp. 149-162

De Ptolomeo a al-Battānī: el viaje del Almagesto desde el mundo greco-romano a la ciencia islámica

 

1. Ptolomeo y el Almagesto en la ciencia greco-romana

El mundo greco-romano generó una gran cantidad de conocimiento científico que se extendió por la cuenca mediterránea a través de sus grandes urbes, encabezadas por Atenas y Alejandría, cuya etapa de máximo esplendor se produjo durante el periodo helenístico. Esta época se inició en el siglo IV a. N. E, con la creación de la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles en Atenas y la fundación de Alejandría en Egipto, y se prolongó hasta el siglo I a. N. E, cuando Grecia pasó a formar parte del Imperio Romano, que integró en su cultura la ciencia helénica. Es en este contexto greco-romano donde enmarcamos la figura de Ptolomeo (100-170 de N. E).

Ptolomeo, astrónomo, geógrafo y matemático, firmó una de las obras científicas más importantes de la Antigüedad, Hè megalè syntaxis, más conocida por su nombre en árabe, Almagesto. Este tratado es una obra enciclopédica en la que Ptolomeo compendia y consolida todo el conocimiento astronómico de la época, bebiendo de fuentes como Hiparco de Nicea (190-120 a. N. E), para exponer su visión geocéntrica del universo, vigente hasta el siglo XV. El Almagesto presenta un elaborado sistema matemático que describe las posiciones y las trayectorias del Sol, la Luna y los planetas, que giran en epiciclos alrededor de la Tierra. Además, estudia la periodicidad de los equinoccios, los solsticios o los eclipses e incluye el catálogo de estrellas más antiguo conocido, que registra la posición de más de mil astros.

 

2. La transmisión de la ciencia greco-romana a Bizancio y Persia

Con la división del Imperio Romano en el 395, la ciencia greco-romana heredera del helenismo se refugia en la zona oriental, en Bizancio, que gozaba de una mayor estabilidad que la parte occidental del Imperio, cuya caída definitiva tuvo lugar en el 476.  No obstante, la situación en Bizancio tampoco era demasiado favorable debido a las disputas teológicas dentro del cristianismo. La corriente nestoriana, partidaria de la humanidad de Cristo por encima de su divinidad, se estableció en la Escuela de Edesa, en el límite oriental de Bizancio, y tuvo que huir al territorio dominado por el Imperio Sasánida en el 489, cuando el emperador Zenón decretó su cierre. A esta clausura se le sumó la de la Academia de Atenas en el 529 por orden de Justiniano I.

Este exilio religioso de intelectuales hacia la zona persa sasánida impulsó la fundación de nuevas escuelas en Nisibis y Gundeshapur. En estos centros culturales se estudiaron sobre todo la medicina y otras disciplinas de carácter práctico, como la astrología, dejando en cierta medida de lado los grandes textos clásicos de la ciencia helénica de Arquímedes, Euclides o Ptolomeo. Sin embargo, la presencia nestoriana en estas ciudades y su actividad de traducción de textos griegos al siriaco fue fundamental para transmitir el saber griego al mundo persa y crear las circunstancias propicias para su posterior asimilación en el mundo islámico.

 

3. La expansión y helenización del islam en los antiguos territorios bizantinos y persas

Tras la muerte de Mahoma en el 632, el islam comenzó su expansión y tomó el control de los territorios bizantinos y persas. Pasada la época del califato ortodoxo (632-661), el califato Omeya (661-750) estableció su capital en Damasco y entró en contacto con la élite persa culta, influida por esa herencia helénica que habían llevado consigo los nestorianos. El vínculo se intensificó a partir del 750, en la época de la dinastía abasí, que trasladó su capital a Bagdad y la convirtió en el gran centro científico y cultural del mundo islámico con la fundación en el año 809 de la Casa de la Sabiduría, cuyo primer director fue el nestoriano Hunain ibn Ishaq.


Expansión del Islam. Imagen tomada de Lindberg (2002).


 Un importante elemento de cohesión en un imperio de las dimensiones del islámico es la existencia de una lengua común, en este caso, el árabe. Esta idea explica la enorme importancia del movimiento de traducción que se puso en marcha en aquella época y que contó con el patrocinio de la clase dirigente islámica. Su afán de que todo el saber existente estuviera disponible en árabe llevó a organizar expediciones muy bien financiadas para recabar manuscritos en distintas lenguas y traducirlos al árabe. Esta estrategia permitió la llegada a la Escuela de Traductores de la Casa de la Sabiduría de las obras de Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes o Ptolomeo, incluido el Almagesto, que fue traducido por Ishaq ibn Hunain. Además de constituir una valiosa vía de transmisión de conocimientos, esta labor de traducción también posibilitó la fijación de una lengua científica árabe.

  

4. La generación de nuevo conocimiento en la ciencia islámica: al-Battānī y el Almagesto

 La ciencia islámica no se limitó a traducir el legado griego, sino que acometió su corrección y lo utilizó para generar nuevos saberes o desarrollar instrumentos como el astrolabio. Para el mundo musulmán, el conocimiento solo era necesario si tenía una utilidad práctica y una de esas finalidades pragmáticas era el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, algo que tuvo mucho que ver con el desarrollo de la astronomía en el islam. El Corán establece las horas a las que deben hacerse las cinco oraciones diarias y que esta oración ha de realizarse con orientación a la Meca. Este precepto podía cumplirse fácilmente cuando la población musulmana se encontraba en su zona de origen, pero la expansión a nuevas latitudes evidenció la necesidad de contar con herramientas astronómicas y nuevos conocimientos geométricos para calcular con exactitud horas y lugares.

Ese requisito impulsó el estudio del Almagesto de Ptolomeo y la detección de errores que los eruditos islámicos se propusieron corregir con la creación de observatorios, la adopción de métodos empíricos o el perfeccionamiento de herramientas. Así, el astrónomo al-Battānī (858-929) introdujo mejoras matemáticas en la astronomía ptolemaica, volvió a calcular los valores de los movimientos del Sol y la Luna, añadió tablas astronómicas nuevas y estableció las directrices para fabricar instrumentos de medida. Su trabajo fue tan preciso que se recuperó siglos más tarde en Occidente y aparece citado en la obra de Copérnico.

El caso del Almagesto es un buen ejemplo de ese proceso de transmisión de ideas científicas desde el helenismo al islam, que incluye no solo la recopilación y la asimilación de conocimientos, sino también la generación de saberes nuevos.

 

Referencias

Bariş, M. N. (2018) «First Translation Activities in Islamic Science History and their Contribution to Knowledge Production» Cumhuriyet Ilahiyat Dergisi - Cumhuriyet Theology Journal, 21 (3):1905-1940

Lindberg, D. (2002) «La ciencia en el Islam», en Los inicios de la ciencia occidental. Barcelona: Paidós, pp. 211-234

Saliba, G. (2009) «Islamic reception of Greek astronomy». Proceedings of the International Astronomical Union, 5 (S260), 149-165. doi:10.1017/S1743921311002237

Saliba, G. (2001) «Science before Islam», en Al-Hassan A. Y. (ed.) The different aspects of Islamic culture: Volume 4: Science and technology in Islam. París: UNESCO

¿Sería distinta una ciencia hecha por mujeres?

 

Carolina Martínez Pulido relata en sus artículos sobre mujeres y primatología la evolución de esta disciplina gracias a las aportaciones de las mujeres al estudio de los primates. Científicas como Jane Goodall, Birute Galdikas, Jeanne Altmann o Dian Fossey han contribuido a cambiar concepciones sobre el comportamiento de los primates y a desarrollar nuevos métodos de estudio. Por ejemplo, sus trabajos han derribado la idea del macho como dominador de una hembra sumisa y han abierto el campo de observación a todo tipo de comportamientos, no solo a los violentos o los más llamativos, lo que ha permitido comprender mejor a estas especies animales mediante el uso de métodos más rigurosos y objetivos.

Cabe preguntarse si estos avances se deben a que el enfoque científico de las mujeres presenta alguna peculiaridad o a la existencia de algún valor típicamente femenino que influya en su trabajo. Entre quienes han comentado el caso de la primatología hay quien ha argumentado que el éxito de estas primatólogas está relacionado con algunas de esas virtudes identificadas como femeninas, entre las que se contarían la paciencia o la atención por el detalle; otras voces aducen, por el contrario, que este campo de estudio requiere valentía para tratar con los animales, un rasgo asociado tradicionalmente a lo masculino.

Aunque considero que este tipo de discusiones dicotómicas y generalizaciones centradas en vincular características a géneros deberían estar ya superadas, tampoco podemos desdeñar la importancia del contexto o la educación: no cabe duda de que nuestra sociedad no trata por igual a hombres y mujeres, algo que puede influir incluso en el desarrollo de nuestras capacidades. Y no es solo una cuestión de género, ya que este no es el único factor que tiene peso en nuestra identidad; otros componentes como la raza, la orientación sexual, la clase social, la ideología, la tradición cultural a la que pertenecemos o la trayectoria académica pueden repercutir tanto o más en nuestra visión del mundo. No es que las mujeres u otros colectivos que históricamente no han estado presentes en el mundo científico hagan ciencia de otra manera, pero tienen perspectivas distintas.

¿Y por qué habrían de tener importancia estos elementos contextuales en una actividad neutra y objetiva como la ciencia? Porque la ciencia es el resultado del trabajo de personas, que están sujetas a sesgos como todas las demás, no de entes abstractos aislados. Todo conocimiento viene de algún sitio así que, como señala el artículo de Martínez Pulido, «es fácil ver lo que uno espera ver, aunque no esté ahí». El mecanismo de la ciencia para evitar estos sesgos es el escrutinio de la comunidad científica: todo conocimiento debe basarse en unas evidencias que el resto de la comunidad científica ha de poder comprobar, contrastar, interpretar y refutar en caso necesario. Y cuanto más diversa sea esa comunidad, mejor desempeñará esa función.

El caso de la primatología no es una anécdota aislada, se puede extrapolar a cualquier disciplina científica, ya sea en el ámbito de las ciencias sociales o de las naturales. No decimos nada nuevo si recordamos que la voz de las mujeres y de otros colectivos ha tenido muy poca importancia a lo largo de la historia, ni siquiera en la historia de la ciencia, que debería haber sido objetiva. Hay multitud de ejemplos, como el de Mary Anning, paleontóloga aficionada que hizo importantes hallazgos en el siglo XIX, pero a quien los científicos de la época, en su mayoría aristócratas con interés en temas naturales, no concedieron ningún crédito por su sexo y su clase social. O el de Cecilia Payne, quien determinó a principios del siglo XX la composición de las estrellas a partir de sus temperaturas estelares, un avance crucial en nuestro entendimiento del universo que se enfrentó durante años a la oposición de muchos colegas. O el de Rachel Carson, cuya crítica a los insecticidas DDT en 1962, fecha en la que se publicó su libro Primavera silenciosa, fue desdeñada por la industria química con el pretexto de que «solo era una mujer». La lista es larga y no se limita a ningún campo concreto. Es, como la ha denominado Miranda Fricker, una injusticia epistémica: si la voz se alza desde un colectivo sin poder, simplemente no tiene crédito.

La incorporación de las mujeres y de otros colectivos al mundo de la ciencia no es solo una cuestión de justicia social, de conceder a todas las personas el derecho a generar conocimiento en igualdad de condiciones, también es una forma de mejorar la ciencia y hacerla avanzar. No se trata de alterar los valores no epistémicos de la ciencia, ni de «feminizarlos», signifique eso lo que signifique, sino de incorporar nuevos puntos de vista que enriquezcan el panorama y garanticen la consecución real de la objetividad, la neutralidad, la veracidad o el rigor deseados.

Eso es precisamente lo que nos muestra el caso de la primatología: la incorporación de miradas nuevas permitió desarrollar un método más objetivo, neutro y riguroso con el que acercarnos más a la verdad y entender mejor la realidad. Abrir el foco y abordar los problemas desde ópticas distintas, incluso desde disciplinas diferentes que usan otras herramientas u otros métodos, es enriquecedor en todos los sentidos y en todas las fases de la actividad científica, desde la elección de las líneas de estudio a la interpretación de los resultados obtenidos.

 

 

 


Referencias

 

Fricker, M. (2017) Injusticia epistémica. Barcelona: Herder

 

López, A. (2017) «Cecilia Payne-Gaposchkin: La astrónoma que descubrió la composición de las estrellas». Mujeres con ciencia

Martínez Pulido, C. (2014) «Mujeres y primatología (I). Una mirada novedosa a la otra mitad de los primates: las hembras». Mujeres con ciencia

Martínez Pulido, C. (2014) «Mujeres y primatología (y II)». Mujeres con ciencia

Martínez Pulido, C. (2014) «Mary Anning en los comienzos de la paleontología moderna». Mujeres con ciencia

Pérez Sedeño, E. (2011) «El conocimiento situado». Investigación y ciencia, 414, pp. 36-37.

 

Ciencia y posverdad: las fronteras entre conocimiento y opinión

 

El lenguaje no solo describe la realidad, también la modela; su función denotativa se completa con la connotativa, esa que añade valores y asociaciones a un término más allá de su significado objetivo. Parece que durante los últimos años este mecanismo natural del lenguaje se ha forzado hasta el límite para crear una especie de neolengua orwelliana en la que la emigración económica se ha convertido en movilidad exterior, la recesión en crecimiento negativo y los trabajos precarios en minijobs.

A través de esa distorsión deliberada del lenguaje, hay quien ha dejado de mentir y ahora plantea hechos alternativos. La persona que miente es consciente de que está faltando a la verdad y espera que nadie descubra su mentira, porque eso tendría consecuencias indeseadas. Sin embargo, el planteamiento de los hechos alternativos pretende borrar esa connotación negativa: soy consciente de estar faltando a la verdad, pero no hay nada malo en ello porque en realidad no estoy mintiendo, estoy expresando una verdad alternativa. Volvemos a Orwell y a su Ministerio de la Verdad, con la diferencia de que no se trata de falsear hechos históricos, sino algo que está sucediendo ahora mismo, algo que podríamos comprobar. Pero, incomprensiblemente, no lo hacemos.

En este contexto de manipulación, desinformación y bulos, los mensajes no denotan, connotan; no apelan a la razón, sino a la emoción; la verdad no ha desaparecido, porque la realidad no se desvanece, pero ya no tiene importancia. Ante este fenómeno se ha acuñado un nuevo concepto, el de posverdad, aunque quizás nos habría bastado con el término clásico ‘propaganda’.

McIntyre argumenta que este fenómeno de la posverdad tiene mucho que ver con las actitudes de negación de la ciencia. En su texto recuerda la campaña orquestada en los años cincuenta del siglo pasado por las compañías tabacaleras para poner en duda la evidencia científica de que fumar provoca cáncer, una estrategia que las empresas energéticas y otros poderes económicos repitieron en el caso del cambio climático. Y tuvieron éxito: esa versión alternativa de las pruebas que habían fabricado satisfacía las creencias de una parte de la población, que abrazó la duda generada ignorando la evidencia empírica. Así funciona el sesgo de confirmación, aceptamos aquello que encaja con nuestra posición y rechazamos lo demás.

En el caso de la pandemia, ni siquiera ha hecho falta sembrar la duda. Hemos comprobado en tiempo real cómo funciona la ciencia, que no trabaja con verdades absolutas, sino con teorías e hipótesis que comprueba, acepta o descarta en función de la evidencia disponible. Pero lo que buscábamos eran certezas. Una situación ideal para que proliferen el negacionismo, las pseudociencias y todos esos fenómenos que abarca el fenómeno de posverdad.

Hemos asistido con estupor a manifestaciones de personas que negaban la existencia misma de la pandemia aduciendo que todo era un plan gubernamental para encerrarnos en casa y quitarnos libertades. Y, paradójicamente, esas personas no tenían ningún problema en afirmar una cosa y su contraria, quejándose al mismo tiempo de los miles de fallecimientos provocados por la mala gestión gubernamental. También ha habido quien ha visto teorías de la conspiración en la vacunación o en el origen del virus. Recuerdo una conversación con una persona que insistía en que el coronavirus tenía que haber salido de un laboratorio, porque nunca antes había pasado algo así. Aunque intenté argumentar que esto sí que ha pasado muchas veces y que las epidemias forman parte de la historia de la humanidad, que no hay nada excepcional en que se produzcan y que ahí están casos como las pestes o la gripe de 1918, la conversación se zanjó con un «no, nunca ha habido algo así». Sorprende ese empeño en negar la realidad.

También cuesta digerir la actitud de un buen número de responsables políticos que no han tenido ningún empacho en afirmar que, en la parte del mundo que les ha tocado gestionar, no ha habido tantas muertes o tantos contagios, que las mascarillas funcionan o no funcionan o que las medidas que han adoptado son claramente mejores que las de los demás, incluso aunque los datos dijeran lo contrario. Ese intento de justificar la gestión propia ignorando la evidencia o elaborando pruebas ad hoc es otro ejemplo más de posverdad. Como lo es el hecho de que parte de la ciudadanía o de la prensa asuma esos argumentos sin atisbo de crítica solo porque se adaptan a su visión del mundo o vienen de una persona con la que comparte ideología.

Este fenómeno de negación de la realidad es muy complejo y seguro que intervienen muchos más factores de los que podría imaginar, como el propio funcionamiento de la mente humana, la aparición de las redes sociales, la pérdida de confianza en las instituciones tradicionales o las críticas a la ciencia por su posible falta de objetividad o sus fallos. Sin embargo, creo que hay algo que es fundamental y es que en algún momento hemos derribado la frontera entre conocimiento y opinión.

Tenemos por un lado una ciencia que para ciertos grupos es defectuosa y para otros es la respuesta a todo. Enfrente está la opinión, que unas corrientes asumen como auténtico conocimiento y otras desprecian por carecer de cualquier valor. Y en este contexto parece que hemos acabado por asumir que nuestra opinión es conocimiento y que la opinión de los demás es mera ideología, lo que da pie a situaciones como la entrevista a Ted Cruz que describe McIntyre.

Quizás deberíamos volver a separar esos dos planos y volver a asignar a cada uno el valor que le corresponde. No podemos renunciar al conocimiento, a esa ciencia que se basa en valores epistémicos, en la verdad, el rigor, la evidencia o la objetividad. No podemos negar la realidad. Pero tampoco cabe rechazar la opinión, la ideología o la política, porque es este nivel el que tiene que encargarse de utilizar o gestionar las herramientas que aporta la ciencia. El problema surge cuando ponemos ambos al mismo nivel.

Si trasladamos esta idea a la pandemia, tenemos a una ciencia encargada de determinar que el virus se contagia mediante aerosoles, que las mascarillas son eficaces para impedir la difusión o que si la incidencia alcanza determinado nivel hay que actuar en un sentido o en otro. Y por otro lado tenemos una política o una ideología que tiene que asumir su responsabilidad y decidir, a partir de esa evidencia empírica, si desde un punto de vista social, económico o moral es preferible limitar los contagios cerrando las escuelas o los bares. Es perfectamente legítimo tomar esas decisiones basadas en la mejor información disponible sumada a otros criterios, lo que no es lícito es hacer pasar tu ideología por conocimiento y afirmar, por ejemplo, que no hay ninguna necesidad de cerrar las escuelas ni los bares porque la ciencia ha demostrado que esas medidas no son eficaces para reducir los contagios. Eso es negar la evidencia, una manipulación, un bulo, posverdad o propaganda, como queramos denominarlo. Es el Ministerio de la Verdad de Orwell, que gestionaba un Estado totalitario y contaba con la credulidad de la población si afirmaba que dos más dos son cinco.

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