El lenguaje no solo describe la realidad, también la modela; su función denotativa se completa con la connotativa, esa que añade valores y asociaciones a un término más allá de su significado objetivo. Parece que durante los últimos años este mecanismo natural del lenguaje se ha forzado hasta el límite para crear una especie de neolengua orwelliana en la que la emigración económica se ha convertido en movilidad exterior, la recesión en crecimiento negativo y los trabajos precarios en minijobs.
A
través de esa distorsión deliberada del lenguaje, hay quien ha dejado de mentir
y ahora plantea hechos alternativos. La persona que miente es consciente
de que está faltando a la verdad y espera que nadie descubra su mentira, porque
eso tendría consecuencias indeseadas. Sin embargo, el planteamiento de los
hechos alternativos pretende borrar esa connotación negativa: soy consciente de
estar faltando a la verdad, pero no hay nada malo en ello porque en realidad no
estoy mintiendo, estoy expresando una verdad alternativa. Volvemos a Orwell y a
su Ministerio de la Verdad, con la diferencia de que no se trata de falsear
hechos históricos, sino algo que está sucediendo ahora mismo, algo que
podríamos comprobar. Pero, incomprensiblemente, no lo hacemos.
En
este contexto de manipulación, desinformación y bulos, los mensajes no denotan,
connotan; no apelan a la razón, sino a la emoción; la verdad no ha
desaparecido, porque la realidad no se desvanece, pero ya no tiene importancia.
Ante este fenómeno se ha acuñado un nuevo concepto, el de posverdad, aunque
quizás nos habría bastado con el término clásico ‘propaganda’.
McIntyre
argumenta que este fenómeno de la posverdad tiene mucho que ver con las
actitudes de negación de la ciencia. En su texto recuerda la campaña orquestada
en los años cincuenta del siglo pasado por las compañías tabacaleras para poner
en duda la evidencia científica de que fumar provoca cáncer, una estrategia que
las empresas energéticas y otros poderes económicos repitieron en el caso del
cambio climático. Y tuvieron éxito: esa versión alternativa de las pruebas que
habían fabricado satisfacía las creencias de una parte de la población, que
abrazó la duda generada ignorando la evidencia empírica. Así funciona el sesgo
de confirmación, aceptamos aquello que encaja con nuestra posición y rechazamos
lo demás.
En
el caso de la pandemia, ni siquiera ha hecho falta sembrar la duda. Hemos comprobado
en tiempo real cómo funciona la ciencia, que no trabaja con verdades absolutas,
sino con teorías e hipótesis que comprueba, acepta o descarta en función de la
evidencia disponible. Pero lo que buscábamos eran certezas. Una situación ideal
para que proliferen el negacionismo, las pseudociencias y todos esos fenómenos
que abarca el fenómeno de posverdad.
Hemos
asistido con estupor a manifestaciones de personas que negaban la existencia
misma de la pandemia aduciendo que todo era un plan gubernamental para
encerrarnos en casa y quitarnos libertades. Y, paradójicamente, esas personas
no tenían ningún problema en afirmar una cosa y su contraria, quejándose al
mismo tiempo de los miles de fallecimientos provocados por la mala gestión
gubernamental. También ha habido quien ha visto teorías de la conspiración en
la vacunación o en el origen del virus. Recuerdo una conversación con una
persona que insistía en que el coronavirus tenía que haber salido de un
laboratorio, porque nunca antes había pasado algo así. Aunque intenté
argumentar que esto sí que ha pasado muchas veces y que las epidemias forman
parte de la historia de la humanidad, que no hay nada excepcional en que se
produzcan y que ahí están casos como las pestes o la gripe de 1918, la
conversación se zanjó con un «no, nunca ha habido algo así». Sorprende ese
empeño en negar la realidad.
También
cuesta digerir la actitud de un buen número de responsables políticos que no
han tenido ningún empacho en afirmar que, en la parte del mundo que les ha
tocado gestionar, no ha habido tantas muertes o tantos contagios, que las
mascarillas funcionan o no funcionan o que las medidas que han adoptado son
claramente mejores que las de los demás, incluso aunque los datos dijeran lo
contrario. Ese intento de justificar la gestión propia ignorando la evidencia o
elaborando pruebas ad hoc es otro ejemplo más de posverdad. Como lo es
el hecho de que parte de la ciudadanía o de la prensa asuma esos argumentos sin
atisbo de crítica solo porque se adaptan a su visión del mundo o vienen de una
persona con la que comparte ideología.
Este
fenómeno de negación de la realidad es muy complejo y seguro que intervienen
muchos más factores de los que podría imaginar, como el propio funcionamiento
de la mente humana, la aparición de las redes sociales, la pérdida de confianza
en las instituciones tradicionales o las críticas a la ciencia por su posible
falta de objetividad o sus fallos. Sin embargo, creo que hay algo que es
fundamental y es que en algún momento hemos derribado la frontera entre
conocimiento y opinión.
Tenemos
por un lado una ciencia que para ciertos grupos es defectuosa y para otros es
la respuesta a todo. Enfrente está la opinión, que unas corrientes asumen como
auténtico conocimiento y otras desprecian por carecer de cualquier valor. Y en
este contexto parece que hemos acabado por asumir que nuestra opinión es
conocimiento y que la opinión de los demás es mera ideología, lo que da pie a
situaciones como la entrevista a Ted Cruz que describe McIntyre.
Quizás
deberíamos volver a separar esos dos planos y volver a asignar a cada uno el
valor que le corresponde. No podemos renunciar al conocimiento, a esa ciencia
que se basa en valores epistémicos, en la verdad, el rigor, la evidencia o la
objetividad. No podemos negar la realidad. Pero tampoco cabe rechazar la
opinión, la ideología o la política, porque es este nivel el que tiene que
encargarse de utilizar o gestionar las herramientas que aporta la ciencia. El
problema surge cuando ponemos ambos al mismo nivel.
Si
trasladamos esta idea a la pandemia, tenemos a una ciencia encargada de
determinar que el virus se contagia mediante aerosoles, que las mascarillas son
eficaces para impedir la difusión o que si la incidencia alcanza determinado
nivel hay que actuar en un sentido o en otro. Y por otro lado tenemos una
política o una ideología que tiene que asumir su responsabilidad y decidir, a
partir de esa evidencia empírica, si desde un punto de vista social, económico
o moral es preferible limitar los contagios cerrando las escuelas o los bares.
Es perfectamente legítimo tomar esas decisiones basadas en la mejor información
disponible sumada a otros criterios, lo que no es lícito es hacer pasar tu
ideología por conocimiento y afirmar, por ejemplo, que no hay ninguna necesidad
de cerrar las escuelas ni los bares porque la ciencia ha demostrado que esas
medidas no son eficaces para reducir los contagios. Eso es negar la evidencia,
una manipulación, un bulo, posverdad o propaganda, como queramos denominarlo. Es
el Ministerio de la Verdad de Orwell, que gestionaba un Estado totalitario y
contaba con la credulidad de la población si afirmaba que dos más dos son cinco.
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