martes, 23 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea final

 

Ciencia, guerra y ética

Los avances científicos y tecnológicos pueden tener múltiples aplicaciones, entre las que siempre se han contado las bélicas; las necesidades de la guerra, por su parte, han sido un potente motor para el avance de la ciencia y la tecnología, desde la célebre garra de Arquímedes, las máquinas de guerra de Leonardo o la pólvora hasta el radar, la bomba atómica o Internet. A lo largo de la historia, los usos civiles y militares no han dejado de entremezclarse y retroalimentarse.

Dibujos de Leonardo de un carro falcado y un tanque blindado. Ca. 1485

Las dos guerras mundiales fueron el escenario de varias de las asociaciones más crueles entre los avances científicos y la maquinaria bélica. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la comunidad científica de vocación universal heredera de la idea ilustrada de la ciencia al servicio del progreso de la humanidad, la misma cuyos máximos exponentes se habían reunido el año anterior en el tercer Congreso Solvay, se dividió para adherirse a las distintas causas nacionales. Se sucedieron los manifiestos y discursos en clave patriótica, como el Manifiesto de los 93 que secundó la ciencia alemana, y se eligieron bandos. Georg Friedrich Nicolai y Albert Einstein fueron de las pocas voces que se alzaron en contra mediante el Manifiesto a los Europeos, un llamamiento a que la cultura europea pusiera fin a la guerra, que solo firmaron cuatro personas: Nicolai, Einstein, Wilhelm Foerster y Otto Buek.

No obstante, ese compromiso de la ciencia con los intereses nacionales adoptó distintas formas. El químico Fritz Haber asumió el puesto de capitán en el ejército alemán para llegar a convertirse en el padre de la guerra química con su desarrollo del gas dicloro y otros gases tóxicos, un «logro» que intentaron imitar británicos y franceses con la creación de varios centros de investigación, y que también llevó a la creación del tristemente famoso gas mostaza. El uso de estas armas químicas tenía consecuencias tan terribles que fueron prohibidas en 1925. Paradójicamente, tanto Haber como algunos de sus colaboradores científicos en este proyecto militar (James Franck, Gustav Hertz y Otto Hahn) recibieron más tarde el Nobel por otros trabajos.

Marie Curie encarnó una actitud distinta en su defensa del bando francés. La ya dos veces ganadora del Nobel decidió utilizar su ciencia, no para crear armas que pudieran matar a más gente, sino para salvar vidas. Diseñó unas pequeñas ambulancias equipadas con equipos portátiles de rayos X, conocidas como petites curies, y se fue con su hija, Irène Joliot-Curie, a las trincheras.

Marie Curie al volante de una «petite curie». 1915

Este panorama vivido durante la Primera Guerra Mundial se repitió con la segunda. Nuevamente se formaron bandos y hubo adhesiones a uno u otro y de nuevo las respuestas individuales de la comunidad científica difirieron. Ante la posibilidad de que los científicos nazis consiguieran desarrollar su ansiada arma definitiva, que sería un arma nuclear, Einstein, a pesar de su declarado pacifismo, optó por prevenir a Roosevelt y recomendarle que hiciera acopio de uranio. Años más tarde, se puso en marcha el conocido proyecto Manhattan. Aunque fueron muchos los científicos que participaron en él bajo la dirección de Oppenheimer, hubo excepciones, como el propio Einstein, el químico Linus Pauling o Lise Meitner. Meitner había pasado años en Berlín investigando la fisión nuclear junto a Otto Hahn, pero tuvo que salir del país ante la amenaza nazi y en ese momento estaba en Suecia, ocupando un puesto que estaba muy por debajo de su capacidad. Aceptar la invitación del proyecto Manhattan le habría supuesto trasladarse a los Estados Unidos y recuperar su estatus de investigadora de primera línea, pero la rechazó porque no quería contribuir a la construcción de una bomba. En Francia, Irène Joliot-Curie y Frédéric Joliot decidieron ocultar sus trabajos de física nuclear para que no pudieran usarse con fines bélicos; Irène huyó a Suiza y Frédéric se quedó en Francia colaborando con la Resistencia.

Tras la entrada en Berlín del Ejército Rojo y la rendición de Alemania en mayo de 1945, muchos de los científicos que habían participado en el proyecto Manhattan intentaron detener el lanzamiento de la bomba que habían creado, argumentando que ya no era necesaria. Aunque quizás nunca fue necesaria, ni siquiera desde el punto de vista de la estrategia militar. Puede que el desenlace de la guerra a favor del bando aliado no tuvieran tanto que ver con su capacidad técnica como con decisiones políticas y pulsiones más básicas relacionadas con la naturaleza humana, las mismas que han determinado el curso de otras tantas guerras a lo largo de la historia. Puede que fueran más determinantes la ambición de Hitler de invadir Rusia a toda costa y su negativa a retroceder, la crudeza del invierno ruso o la gran cantidad de gente de la que disponía Stalin para defender Stalingrado con su vida, en la que fue probablemente la batalla más cruenta de la historia de la humanidad, con unos dos millones de muertos.

 Sea como fuere, sabemos que quienes intentaron parar el lanzamiento de la bomba atómica no lo consiguieron. Después de Hiroshima y Nagasaki y de la rendición de Japón, la guerra acabó, pero, a pesar de que ya conocíamos los estragos provocados por la fuerza nuclear, la carrera armamentística continuó con el apoyo de unos científicos y la oposición de otros que militaron activamente por la prohibición de las armas nucleares. El propio Oppenheimer se negó al desarrollo de la bomba H, lo que le valió una acusación de colaboración con los comunistas en pleno macartismo y acabar condenado al ostracismo.

Detonación de una bomba atómica el
15 de abril de 1948 en el atolón de Eniwetok

No podemos juzgar el pasado desde la comodidad del presente, ni valorar a la ligera la respuesta de estos científicos ante una realidad que, durante la Segunda Guerra Mundial, incluía también a la maquinaria científica nazi, con su iniciativa para la creación de una bomba nuclear, el proyecto Uranio, o «inventos» tan ignominiosos como las cámaras de gas. Pero tampoco podemos obviar la responsabilidad ética de la comunidad científica en el desarrollo de aplicaciones militares. En este caso, no hablamos de avances científicos que, además, puedan tener aplicaciones bélicas, sino del desarrollo de armas con un potencial destructivo tan grande que pueden suponer una amenaza para la continuidad misma de la humanidad (recordemos aquella frase atribuida a Einstein: «No sé con qué armas se librará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras»).

Aunque tampoco conviene dejar caer en el olvido que se trata de una responsabilidad compartida, porque todos estos proyectos de investigación militar se producen en el marco de una sociedad que los permite o los alienta. Todos deberíamos valorar las implicaciones éticas de nuestros actos, para bien o para mal, nos dediquemos a lo que nos dediquemos, y esa responsabilidad será tanto mayor cuanto más alcance tenga nuestra actuación y cuanto mayor sea nuestra libertad para decidir. Como dicen los versos de Agustín Millares Sall, «aquí no cabe esconder la cabeza bajo el ala, decir ‘no lo sabía’, ‘estoy al margen’, ‘vivo en mi torre, solo y no sé nada’».



domingo, 21 de febrero de 2021

Ciencia y artes. Tarea 3.2. Belleza y proporciones.

Belleza y proporciones

La belleza no es un concepto estático, es una idea derivada de la cultura predominante en una sociedad y, por tanto, evoluciona al ritmo de esa sociedad. Como apuntaba Kandinsky, «todo artista, como hijo de su época, ha de expresar lo que le es propio a esa época». Pero no es solo una cuestión temporal, también espacial. Aunque tendemos a aferrarnos a nuestro contexto y a extrapolar nuestra visión, el mundo es muy diverso y también lo son las ideas de belleza en lugares distintos. Como es lógico, hablamos de lo que conocemos, así que en lo que sigue me referiré a la cultura occidental.

Evolución de la moda femenina de 1789 a 1954. Gráfico
 de elaboración propia a partir de la línea del tiempo ilustrada
de la moda femenina de Regina Sienra publicada en My Modern Met
A lo largo de la historia de Occidente, el canon estético ha ido cambiando a la par que las ideas filosóficas vigentes. En la Grecia clásica, Arquímedes identificaba lo bello con lo bueno y Euclides exponía las bases de lo que luego se llamaría «número áureo» o «proporción divina». En la Edad Media, el arte y la belleza se pusieron al servicio de la religión y adquirieron un carácter didáctico. El Renacimiento retomó las ideas clásicas de la belleza armónica y el antropocentrismo. El Barroco y el Romanticismo exaltaron la expresividad y los sentimientos; mientras que el Neoclasicismo, hijo de la Ilustración, rindió culto a la razón. En el siglo XX, los límites se desdibujaron de la mano de teorías físicas como la de la relatividad o la cuántica, que cambiaron nuestra comprensión del mundo newtoniano mecanicista, y el arte empezó a explorar nuevas vías alejadas de cánones únicos. En la música, por ejemplo, se introdujeron melodías atonales y acordes nuevos que hasta entonces se consideraban disonantes. En el siglo XXI, la globalización, las nuevas tecnologías y la sociedad de consumo parecen marcar el rumbo.

La cultura influye en todos los aspectos de la sociedad, desde los sistemas políticos a la idea de belleza, y se refleja en el arte. La historia de la ropa y de la moda es una buena muestra de esas relaciones: baste pensar en el movimiento feminista y lo que supusieron en distintos momentos el abandono del corsé, la adopción del pantalón o la minifalda.

A pesar de ese carácter fluido de la idea de belleza, nuestra mente racional siempre ha intentado encontrar un patrón, incluso una fórmula matemática que simbolizara lo hermoso. A esa búsqueda responde la razón áurea, phi, que encontramos en la espiral de Fibonacci y en múltiples elementos naturales. Diversas corrientes filosóficas y estéticas han considerado que esa divina proporción es la que rige el ideal de belleza (hoy la encontramos hasta en las tarjetas de crédito), pero incluso las matemáticas se empeñan en reflejar la diversidad de lo bello y nos ofrecen ideas alternativas, como la proporción cordobesa, también llamada proporción humana, a la que Clara Grima le dedicó una charla muy divertida en la última edición de «Las que cuentan la ciencia».

sábado, 20 de febrero de 2021

Ciencia y artes. Tarea 4.1. Arte, lenguaje y comunicación.

 Arte, lenguaje y comunicación




Ciencia y artes. Tarea 4.1. El arte y las emociones

El arte y las emociones

 

Difícil tarea la de describir las emociones que nos produce el arte, por lo que tiene de personal, pero también por lo variables que resultan esas emociones. Aunque la obra de arte no cambie, nosotros sí lo hacemos y la impresión que nos provoca una misma pieza puede variar enormemente en función de la situación, del contexto o de nuestros sentimientos en un momento dado. Además, esas emociones tienen mucho que ver con nuestra trayectoria vital y con las experiencias que vamos acumulando; de hecho, nuestras preferencias estéticas también evolucionan con el tiempo.

A pesar de esa evolución, hay tres obras que mantengo entre mis favoritas desde hace mucho tiempo: La escuela de Atenas de Rafael, Les Vessenots en Auvers de Van Gogh y El jardín de las delicias del Bosco. Puede que La escuela de Atenas esté en esa lista porque condensa una de las emociones que con más frecuencia me suscita el arte, la fascinación.

La escuela de Atenas, Rafael, 1509, Museos Vaticanos.


Para mí esta obra es equilibrio, armonía, culto a la razón, pero ante todo me maravilla que sea posible lograr esa sensación de profundidad en un dibujo plano, la perspectiva, la capacidad para transmitir el movimiento y el volumen, desde la ropa de los personajes hasta las esculturas o los altorrelieves de los elementos arquitectónicos. Y que Rafael pueda transmitir conceptos complejos con un simple gesto: el dedo hacia arriba de Platón y la mano hacia abajo de Aristóteles resumen en una imagen dos filosofías diferentes. Me sucede lo mismo con algunas técnicas escultóricas, como la de los paños mojados. ¿De dónde surge esa capacidad para transformar el mármol en un elemento casi transparente que parece que se está moviendo? Eso es lo que me inspira la Ondina emergiendo de las aguas de Bradley Chauncey, ese asombro por la maestría de un artista que consigue transformar un mineral en una escultura de una belleza perfectamente proporcionada, casi liviana.

 

Ondina emergiendo de las aguas, Bradley Chauncey, 1880,
Galería de arte de la Universidad de Yale.

¿Y cómo es capaz Bernini de esculpir unas manos que parecen apretar un cuerpo real?

 

Detalle de la escultura El rapto de Proserpina, Bernini, 1621-1622, Galleria Borghese.

Con Les Vessenots en Auvers de Van Gogh la sensación es totalmente distinta. No me lleva a preguntarme por la técnica, no quiero saber nada de la teoría del color ni si ese tejado rojo tiene algún simbolismo oculto; solo quiero disfrutarla. En esa imagen suelo ver paz, luz, alegría, un espacio abierto que invita a la libertad. Aunque hay días en los que también veo soledad y alejamiento.

 

Les Vessenots en Auvers, Vincent van Gogh, 1890, Museo Nacional Thyssen-Bornemisza.

Hace poco descubrí a la artista estadounidense Erin Hanson, cuyos óleos me transmiten las mismas sensaciones, la alegría del color y los entornos naturales.

 

Wildflower Light, Erin Hanson, 2019.

Mi nómina de cuadros preferidos se completa con El jardín de las delicias, que siempre me alegra porque es como un juego, una adivinanza. Aunque hay muchas interpretaciones de esta obra que le confieren tintes moralistas, para mí es un canto a la voluptuosidad, a la vida y al placer. Encuentro incluso cierta intención burlona en la tabla del infierno, como si el Bosco estuviera animando al espectador a ignorar las prevenciones de quienes advierten al mundo de una eternidad llena de penas y castigos. Me encanta descubrir detalles nuevos del cuadro, es como intentar desentrañar un misterio urdido por una imaginación irrefrenable que nunca pierde su magia. Y ver el tríptico original hace que la experiencia sea aún más intensa.

 

El jardín de las delicias, Jheronimus Bosch, 1500-1505, Museo del Prado.

Ese contexto en el que ves una obra también influye en cómo la percibes. La primera vez que estuve en El Prado, disfruté mucho con el Bosco, pero también sufrí alguna decepción. Sentía mucha curiosidad por Las meninas, esa obra maestra de la que tanto hemos oído hablar en clase, pero cuando estuve delante de ella no me dijo nada, absolutamente nada, ni para bien, ni para mal. Unos años después, me pasó justo lo contrario con el Guernica. Por supuesto, conocía la obra y el episodio del bombardeo, la historia de la Guerra Civil me interesa bastante y he leído mucho sobre ella, pero, aun así, el cuadro nunca me había llamado la atención. Hasta que lo vi en el Reina Sofía, curiosamente, en 2003, el año del «No a la guerra». Es una obra imponente, estremece, inspira una mezcla de rabia, impotencia y dolor. La madre con el niño en brazos, la figura que grita con los brazos levantados, la flor a los pies del caballo. Es de una dureza brutal.

 

Guernica, Picasso, 1931, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Creo que solo he sentido algo parecido con la famosa foto de Robert Capa. Esa sensación de indefensión, de soledad y de injusticia.

 

Muerte de un miliciano, Robert Capa, 1936.

Hay otra obra que siempre citamos para hablar de los horrores de la guerra, Los fusilamientos del 3 mayo, pero, a pesar de su intensidad, no llega a inspirarme ese sentimiento tan tangible que me provoca el Guernica. Quizás porque plasma un acontecimiento que me resulta más ajeno, por el color o por ser una obra más realista. Quizás el hecho de que el Guernica sea una obra cubista deja más margen para que el espectador la interprete y la haga suya. Desde luego, no es por falta de fuerza en la obra de Goya. Saturno devorando a sus hijos, por ejemplo, me provoca un desagrado que calificaría incluso como físico.

 

Los fusilamientos del 3 de mayo, Goya, 1813-1814, Museo del Prado.

He dejado para el final el que puede que sea el factor que más influye en la recepción del arte, el de las vinculaciones personales. Me encanta la arquitectura del hierro: quioscos, puentes, invernaderos y, sobre todo, mercados y estaciones de tren. Me parecen estructuras que combinan belleza y fuerza, una forma de arte que no se queda solo en museos o grandes palacios, sino que sale a la calle, porque lo práctico también puede ser hermoso. Creo que se debe, en buena medida, a que crecí en una zona obrera y me recuerdan al trabajo de mi padre en un taller metalúrgico, a ese olor inconfundible a soldadura y a una radial puliendo hierro. En cierto modo, hay una sensación de orgullo en ver ese trabajo obrero transformado en arte. En este capítulo, puede que mis estructuras preferidas sean la estación de Abando de Bilbao, con esa espectacular vidriera, y el mercado de Colón de Valencia, que además se combina con otros toques modernistas.

 

Mercado de Colón, Francisco Mora Berenguer, 1914-1916, Valencia.
Autor de la fotografía: Diego Delso

Pero estas son solo las emociones que me vienen a la mente hoy, ahora. Puede que en otro momento esas percepciones sean distintas o incluso que recuerde aquella primera vez que vi una obra de otro modo.

 

jueves, 18 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 7

 

Una fotografía para la historia


Congreso de Solvay de 1927. Fotografía de Benjamin Couprie. De atrás adelante y de izquierda a derecha. Fila 1: Auguste Piccard, Émile Henriot, Paul Ehrenfest, Édouard Herzen, Théophile de Donder, Erwin Schrödinger, Jules-Émile Verschaffelt, Wolfgang Pauli, Werner Heisenberg, Ralph Howard Fowler, Léon Brillouin. Fila 2: Peter Debye, Martin Knudsen, William Lawrence Bragg, Hendrik Anthony Kramers, Paul Dirac, Arthur Compton, Louis de Broglie, Max Born, Niels Bohr. Fila 3: Irving Langmuir, Max Planck, Marie Skłodowska Curie, Hendrik Lorentz, Albert Einstein, Paul Langevin, Charles-Eugène Guye, Charles Thomson Rees Wilson, Owen Willans Richardson 

Esta imagen del Congreso de Solvay de 1927 inmortalizada por Benjamin Couprie es una de las fotografías más famosas de la historia de la ciencia. En ella posan 29 científicos que llegaron a reunir 17 premios Nobel. Entre semejante congregación de genialidad, hoy no podemos dejar de sorprendernos por una ausencia, la de las mujeres, rota solo por la figura de Marie Curie. Sin duda, este hecho dice mucho del funcionamiento del mundo científico en la época. En 2017, durante el 103.º Congreso de la Sociedad Italiana de Física celebrado en Trento, se versionó esta fotografía invirtiendo el papel de hombres y mujeres.

103.º Congreso de la SIF, Trento (2017). Fotografía de Giovanni Cavulli. De atrás adelante y de izquierda a derecha. Fila 1: Elisa Molinari, Marina Cobal, Roberta Ramponi, Francesca Vidotto, Silvana Di Sabatino, Silvia Tavazzi, Nadia Robotti, Clementina Agodi, Edwige Pezzulli, Sara Pirrone y Marta Greselin. Fila 2: Simonetta Croci, Daniela Calvo, Lidia Strigari, Silvia Picozzi, Alessandra Gugliemetti, Alessandra Rotundi, Angela Bracco, Olivia Levrini y Speranza Falciano.Fila 3: Cinzia Giannini, Anna Di Ciaccio, Guido Tonelli, Monica Colpi, Antigone Marino, Chiara La Tessa, Patrizia Cenci, Luisa Cifarelli y Beatrice Fraboni.

 

Volvamos a 1927, al quinto Congreso Solvay de Física, dedicado al campo de los electrones y los fotones. Esta cita celebrada en Bruselas ha pasado a la historia como la conferencia científica más destacada de las organizadas por Solvay, tanto por la congregación de mentes brillantes como por lo que supuso para el devenir la teoría cuántica. El debate entre Einstein, que no acababa de aceptar las implicaciones filosóficas de la física cuántica en cuanto a su cuestionamiento del realismo, y Bohr, cuya postura desdibujada los límites entre observador y observación, en línea con la interpretación de Copenhague, se prolongó durante años. Ese intercambio dio lugar a argumentos y contraargumentos tan conocidos como el del gato de Schrödinger o la paradoja Einstein-Podolsky-Rosen que fueron conformando nuestro entendimiento de la cuántica.

Este congreso no se habría celebrado sin el mecenazgo de Ernest Solvay, químico e industrial belga. En 1861, Solvay patentó su método para la producción de sosa y fundó una empresa que se convertiría en una gran multinacional. Además de su actividad industrial, se dedicó a la política desde una postura liberal de defensa de los derechos sociales y reconocimiento de los derechos laborales. Su confianza en la ciencia como instrumento para mejorar la sociedad lo llevó a fundar varios institutos de investigación y a patrocinar esta serie de congresos, que encarnan esa idea de ciencia al servicio de la humanidad que había nacido en la Ilustración y se había extendido durante la Segunda Revolución Industrial. Sus iniciativas fueron un buen ejemplo de la relación entre industria, tecnología y ciencia.

Los Congresos de Solvay de Física, cuyas dos primeras ediciones fueron en 1911 y 1913, se distinguían por su deseo de funcionar como puntos de encuentro y debate para científicos, sin los convencionalismos de las conferencias académicas, y por su carácter internacionalista, con la vocación de promover la cooperación científica a la mayor escala posible. Solvay decidió celebrarlos en Bélgica por considerarlo un territorio «neutral», encargó su dirección científica al físico holandés Lorentz y estipuló que las actas debían redactarse en francés, inglés y alemán. Este internacionalismo, común con los premios que se habían instituido unos años antes a instancias de Alfred Nobel, sustentaba la idea de que la ciencia era universal y estaba por encima de las fronteras, un principio que saltó por los aires con la Primera Guerra Mundial y la adhesión de distintos grupos de científicos a la causa militar de su país.

Tras la interrupción provocada por la guerra, el tercer Congreso Solvay se convocó en 1921 con la ausencia de los científicos alemanes, a quienes se apartó por su participación en el conflicto en el bando perdedor. La situación se repitió en 1924. Einstein, pacifista e internacionalista convencido, sí recibió la invitación, pero no asistió en solidaridad con los colegas alemanes. El reencuentro se produjo precisamente en aquella quinta conferencia de 1927, que no solo fue importante por sus implicaciones para la física cuántica, sino también por haber recuperado ese espíritu internacional de la cooperación científica. Aunque no fuera más que un paréntesis antes de la Segunda Guerra Mundial.

 


Referencias

Araujo, A. (2017) «Einstein vs. Bohr: el gran debate acerca de la realidad». Blog Naukas

Franklin J. L. (2010) « Internationalisme scientifique et révolution quantique : les premiers Conseils Solvay », Revue germanique internationale, 12, 159-173

Macho Stadler, M. (2018) «Versionando una fotografía icónica». Mujeres con ciencia

Martín, M.; Martín, M. T.; Pinto, G. (2015) «Las conferencias Solvay: una oportunidad para la didáctica (parte I)». ConCIENCIAS.digital: revista de divulgación científica de las Facultad de Ciencias de Zaragoza, n.º 16, pp. 46-63

Martín, M.; Martín, M. T.; Pinto, G. (2016) «Las conferencias Solvay: una oportunidad para la didáctica (parte II)». ConCIENCIAS.digital: revista de divulgación científica de las Facultad de Ciencias de Zaragoza, n.º 17, pp. 4-20

Prego, C. (2018) «Solvay 1927, la foto que es Historia de la Ciencia». Hipertextual


miércoles, 17 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 6

 Einstein, el icono




Descripción. Este póster es una versión paródica de La última cena en la que Einstein ocupa el lugar de Jesucristo y los apóstoles son, de izquierda a derecha, Galileo, Curie, Oppenheimer, Newton, Pasteur, Hawking, Sagan, Edison, Aristóteles, deGrasse Tyson, Dawkins y Darwin. En la mesa, además de diversos alimentos y copas de cerveza, vemos un libro y un microscopio. Se trata de una lámina que se puede comprar en sitios web como Amazon o Fanaticprintz y cuyo autor original es el diseñador gráfico Nick Farrantello.

Análisis. Esta lámina en la que Jesús y los apóstoles ceden su sitio a trece personalidades científicas tiene una primera lectura evidente, la del abandono de la religión en favor de la ciencia, unida a la importancia que se le concede en la actualidad a la comunidad científica. Esa idea que nació en la Ilustración, con su defensa de la razón como herramienta de progreso y su rechazo de las imposiciones religiosas, pervive hoy en muchos sectores, especialmente en los medios denominados escépticos. Pérez Iglesias recoge en su artículo «Ciencia y democracia (I): la ciencia moderna y la Ilustración» una cita de Popper que condensa este concepto: «Bacon es verdaderamente el padre espiritual de la ciencia moderna. No a causa de su filosofía de la ciencia y de su teoría de la inducción, sino porque se convirtió en el fundador y el profeta de la iglesia racionalista, una suerte de antiiglesia. Esa iglesia no se fundó sobre una roca, sino sobre la visión y la promesa de una sociedad científica e industrial, una sociedad basada en el dominio del hombre sobre la naturaleza. La promesa de Bacon es la promesa de la autoliberación de la humanidad a través del conocimiento».

En el caso de la lámina de Farrantello, el profeta no es Bacon, sino Albert Einstein, cuyas ideas religiosas coincidían en cierta medida con esta afirmación. Aunque asumía sus raíces judías y consideraba que no había ningún conflicto entre ciencia y religión, se identificaba con un tipo distinto de religiosidad liberada de dogmas e iglesias e inspirada en la grandeza del universo y la búsqueda del conocimiento.

En cualquier caso, la elección de Einstein como profeta en esta imagen no es casual, y no solo por la enorme importancia de sus contribuciones a la ciencia del siglo XX. Einstein se ha convertido en un auténtico icono social: encontramos su imagen en camisetas, pósteres o chapas, como si se tratara de una estrella del rock; el artista callejero Banksy lo ha retratado en graffitis junto a su famosa ecuación y hasta ha aparecido en comedias y series de televisión como Star Trek.

 

Imagen de Star Trek en la que aparecen Einstein, Newton,
Hawking y Data, uno de los personajes de la serie, jugando al póker.

Puede que parte de ese éxito se deba al reconocimiento que hoy se le concede a la ciencia, pero sin duda su vida y su personalidad abierta y simpática desempeñaron un papel fundamental en la creación del mito. Complementó su prestigio como científico con una faceta de divulgador más mediático y no dejó de expresar sus ideas sobre política o religión. Su actitud cuando estalló la I Guerra Mundial dejó claro su antibelicismo: rechazó el Manifiesto de los 93 que firmaron la mayoría de científicos alemanes en favor de las acciones militares de Alemania y se esforzó por mantener el contacto con colegas de otros países. De hecho, fue el británico Eddington quien corroboró su teoría de la relatividad en 1919 gracias a sus observaciones durante un eclipse, un símbolo perfecto de la universalidad del conocimiento frente a la división de los nacionalismos. Tras su huida de la Alemania nazi, intensificó su militancia como ferviente defensor del pacifismo, defendió la creación de una suerte de gobierno mundial que impidiera nuevas guerras y se opuso a los excesos del capitalismo, siempre preocupado por la justicia social.

Einstein sería la encarnación perfecta de esa promesa de la liberación de la humanidad a través del conocimiento a la que hacía referencia Popper. Aunque, como sucede con todo mito, esta no es más que la imagen que nos ha llegado de él, una imagen que podemos aceptar sin plantearnos ninguna duda, como la de ese profeta de la antiiglesia científica. Un estudio histórico más serio de su figura sin duda revelaría esos claroscuros que se ocultan tras las figuras que colocamos en un pedestal y que, en el caso de Einstein, han incluido críticas por sus comentarios racistas sobre chinos y japoneses o por su misoginia y el trato que brindó a su primer mujer, Mileva Marić.

 


Referencias

Pérez Iglesias, J. I. (2014) «Ciencia y democracia (I): la ciencia moderna y la Ilustración». Cuaderno de Cultura Científica


martes, 16 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 5

Las computadoras de Harvard




Esta fotografía muestra a trece mujeres posando junto a un hombre, frente a la puerta de un edificio. Ese edificio no es otro que el pabellón C del Observatorio de la Universidad de Harvard; él es Edward Charles Pickering y ellas son algunas de las mujeres que formaron parte del grupo que ha pasado a la historia como «las computadoras de Harvard» o, como se las conocía despectivamente en la época, «el harén de Pickering». La imagen, que se tomó en 1913, se conserva en el Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian. Sus nombres, según los créditos de la fotografía: Atrás, de izquierda a derecha: Margaret Harwood, Mollie O'Reilly, Edward C. Pickering, Edith Gill, Annie Jump Cannon, Evelyn Leland (detrás de Cannon), Florence Cushman, Marion Whyte (detrás de Cushman), Grace Brooks. Delante: Arville Walker, desconocida (posiblemente Johanna Mackie), Alta Carpenter, Mabel Gill, Ida Woods.

Pickering, director del Observatorio, se había propuesto lograr un sistema completo de clasificación de las estrellas, lo que le exigía analizar y catalogar una cantidad ingente de datos y fotografías astronómicas. Para abordar esa tarea tediosa decidió recurrir a su propia asistenta doméstica, Williamina Fleming, y, en vista de los buenos resultados, siguió ampliando la nómina de mujeres hasta crear un nutrido grupo que se ocupaba de hacer cálculos y procesar datos por un sueldo muy inferior al que habrían percibido de ser hombres.

En aquel momento, las mujeres ya se habían incorporado a la enseñanza universitaria (Marie Curie recibió el premio Nóbel compartido con Pierre y Becquerel en 1903), pero se seguía dudando de su capacidad y se las seguía relegando a tareas consideradas menores.

 


 Esta fotografía de alrededor de 1890, que se conserva en el Observatorio de la Universidad de Harvard, retrata a las computadoras (entre ellas, Henrietta Swan Leavitt, Annie Jump Cannon, Williamina Fleming [de pie] y Antonia Maury) trabajando en un despacho. Las mujeres trabajan por parejas (probablemente la imagen está cortada y falta una más a la derecha) en las que una de ellas observa imágenes con una lupa y la otra anota los datos. En las mesas vemos montones de cuadernos, quizás destinatarios de más notas, y en las paredes, un esquema con información referente a diciembre de 1888 de la estrella β Aurigae, junto a cuadros entre los que se intuye un grabado de Galileo. En medio de la escena, la mujer que está de pie, parece supervisar a sus compañeras.

Esta imagen da cuenta de la tarea que realizaron las computadoras de Harvad, en buena medida trabajo de oficina, considerado adecuado a la capacidad de las mujeres. A pesar de ello, fue un trabajo fundamental y algunas de esas mujeres, como Annie Jump Cannon, que había estudiado física y astronomía, hicieron aportaciones vitales a la investigación. Como tantas otras veces a lo largo de la historia, las recordamos como un grupo anónimo, meras figuras auxiliares o ayudantes de un hombre que contó con ellas. Igual que les sucedió a Caroline Herschel, Marie-Anne Pierrette Paulze o Émilie de Châtelet.

 


Referencias

Geiling, N. (2013) «The Women Who Mapped the Universe And Still Couldn’t Get Any Respect». Smithsonian Magazine

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 4

 

Las ciencias y la tecnología: una relación de interdependencia

Las ciencias buscan entender el universo y su funcionamiento, describirlo y deducir las reglas por las que se rige. La tecnología, por su parte, tiene un fin utilitarista, pretende moldear ese universo para ponerlo al servicio de las necesidades humanas. Aunque la tecnología surge antes que la ciencia en la historia de la humanidad, existe cierta tendencia a extrapolar la tesis platónica de la superioridad de las ideas y asumir la preeminencia de la ciencia sobre la tecnología, que no sería sino su aplicación práctica. Sin embargo, la relación entre ambas no es lineal ni unidireccional.

En muchas ocasiones la ciencia necesita de la tecnología para avanzar: sin el telescopio, Galileo no habría conseguido observar las irregularidades de la Luna ni los anillos de Saturno; sin el microscopio, Pasteur no habría podido desarrollar su teoría germinal de las enfermedades infecciosas. La necesidad es tal que encontramos ejemplos de tecnologías desarrolladas específicamente para hacer avanzar el conocimiento científico, como los aceleradores de partículas, que tienen su máximo exponente en el gran colisionador de hadrones del CERN, con el que se ha confirmado la existencia del bosón que Higgs había planteado teóricamente.

El laboratorio municipal, Ferdinand-Joseph Gueldry, 1887. Musée Carnavalet de París.

La contribución de la tecnología a la ciencia no es solo una cuestión de satisfacer necesidades materiales, también aporta un nuevo campo de observación y experimentación que inspira desarrollos científicos teóricos o crea las condiciones óptimas para nuevos avances. Por ejemplo, la invención del telégrafo facilitó la creación de una red de observatorios para avanzar en el estudio de la meteorología. Otro caso reseñable es el de Sadi Carnot, que en 1824 formuló el segundo principio de la termodinámica a partir del estudio de las máquinas de vapor que habían impulsado la Revolución Industrial.

La tecnología se nutre a su vez de la ciencia. Esos mismos principios termodinámicos, la mejora de los conocimientos químicos o los avances en geología se contaron entre los múltiples factores que permitieron la invención del motor de combustión interna. La lista de aplicaciones prácticas de principios científicos es inabarcable, desde los rayos X a Internet.

El laminador, Ferdinand-Joseph Gueldry, 1901. Museo de Bellas Artes de Nimes

En esta relación bidireccional entre ciencia y tecnología faltaría un tercer componente: la sociedad. La red de relaciones mutuas entre las ciencias y la tecnología también repercute en la sociedad, que a su vez influye en los campos científicos y tecnológicos, propiciándolos, orientándolos o rechazándolos. 


La Segunda Revolución Industrial es un buen ejemplo de cómo cristalizan todos esos vínculos, de cómo la retroalimentación entre ciencia y técnica se plasma en avances que cambian la propia estructura social, económica y política hasta llegar a crear nuevas condiciones y necesidades. El espectacular desarrollo industrial de la segunda mitad del siglo XIX fue heredero de descubrimientos científicos y tecnológicos, que se exhibieron a través de exposiciones universales como muestra del optimismo y la confianza en el progreso, pero también cambió el mundo a una escala mayor:  transformó las ciudades con la llegada de emigrantes atraídos por las fábricas, convirtió a algunos inventores en industriales y empresarios, supuso la aparición de nuevas clases sociales, del sistema capitalista y de otras tendencias políticas, abrió el camino a otras formas de viajar, de comunicarse y de pensar. Y ese nuevo mundo nació con sus propias expectativas científicas y tecnológicas, cerrando un círculo de relaciones que no dejan de retroalimentarse.

lunes, 15 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 3

 

¿Se podría considerar a Goethe como un científico?

Un error que cometemos a menudo cuando intentamos valorar hechos pasados es juzgarlos desde el presente. Goethe no encajaría en la visión actual de científico, pero seguramente tampoco lo harían la mayoría de los que consideramos los grandes nombres de la historia de la ciencia, ni siquiera el propio Newton, a quien nadie negaría el calificativo a pesar de su afición por la numerología o las predicciones apocalípticas.

No podemos olvidar que en el siglo XVIII ni siquiera se había acuñado aún el término «científico», nos movíamos en el terreno de la filosofía natural y se estaban debatiendo cuestiones como la existencia del flogisto o el problema de los tres cuerpos sobre la estabilidad del sistema planetario, debates que hoy nos parecerían peregrinos.

A finales del siglo XVIII y principios del XIX se había impuesto la forma de hacer ciencia de Laplace, heredera del mecanicismo de Newton y basada en la matematización de la naturaleza. En este contexto, Goethe defendió una forma distinta de ver la ciencia, más interdisciplinar, con un enfoque más amplio que ayudara a entender las cosas en su conjunto y más centrada en la experiencia directa.

Representación de la Urpflanze.
Pierre Jean François Turpin. 1837.

Goethe se interesó por la botánica, la mineralogía, la anatomía y la óptica, en especial por la teoría del color. Hizo experimentos, publicó varios artículos e incluso llegó a demostrar la presencia en todos los mamíferos del hueso premaxilar. Propuso la existencia de una Urplanfze o planta primordial, de la que derivarían todas las demás, y negó la teoría newtoniana de la descomposición de la luz blanca.

También se dedicó a la filosofía y la historia de la ciencia. Consideraba que el método científico debía basarse en tres fases: la observación de los fenómenos, la organización de esas observaciones y la formulación de hipótesis explicativas a partir de ellas. Además, reflexionó sobre el concepto de percepción y llegó a la conclusión de que existe una relación dinámica entre quien percibe y lo percibido. En un intento de comprender por qué los físicos no estaban dispuestos a reconsiderar los fenómenos básicos sobre el color, abordó estudios históricos y dedujo que en esa cuestión influían la política de la comunidad científica y la diversidad de visiones personales de quienes se dedican a la ciencia.

Podríamos buscar relaciones entre algunas de sus ideas y teorías científicas posteriores, quizás entre aquella Urplanfze y el evolucionismo, o entre sus consideraciones sobre filosofía e historia de la ciencia y las de Khun o los estudios de ciencia, tecnología y sociedad. También podríamos adoptar la postura contraria y argumentar que sus tesis sobre óptica eran erróneas. Sin embargo, a lo largo de la historia ha habido otras muchas teorías que consideramos científicas a pesar de haber resultado erróneas, como la de Ptolomeo. Porque lo que hace que una teoría sea científica no es que sea verdadera, sino que aporte una explicación —y, para algunos autores, también predicciones— basada en la evidencia empírica. Quizás, el motivo por el que se pone en duda el carácter científico de Goethe tiene más que ver con un prejuicio, con una imagen preconcebida de lo que debe ser un científico, en oposición a lo que es un intelectual «de letras».

Con independencia del acierto o la importancia de sus aportaciones a la ciencia, podemos considerar que Goethe fue también científico por una razón fundamental: su dedicación y su actitud hacia el conocimiento. Defendía un método, una forma de conocer la naturaleza derivada de la observación y la reflexión, no de ningún tipo de revelación, y esa es una actitud científica.

domingo, 14 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 2

El fracaso del calendario republicano francés

El año 1789 supuso el comienzo del periodo revolucionario en Francia. En un contexto ilustrado que rendía culto a la razón como motor del progreso de la humanidad, con París convertida en la capital científica europea, el movimiento revolucionario le concedió gran importancia a los científicos. Entre las misiones que se les confiaron se contaron la reforma del sistema métrico y la del calendario gregoriano.

La reforma de las unidades de medida en favor de un sistema decimal con patrones estándar fue todo un éxito y, desde la promulgación del decreto que determinó las unidades de metro y kilo en 1799, se adoptó, no solo en todo el país, sino también en gran parte del resto del mundo. Este nuevo sistema decimal era fácil de aplicar, racional y, sobre todo, muy útil.

El calendario revolucionario corrió peor suerte, puede que precisamente por las dificultades que suponía su adopción, por su falta de adecuación al ciclo lunar y por su escasa utilidad, más allá del deseo revolucionario de eliminar toda superstición y reminiscencia religiosa en la medición del tiempo.

El nuevo calendario que entró en vigor en 1792 recurrió al sistema decimal usado para las medidas y lo trasladó al ámbito temporal. Mantenía la división del año en doce meses, acorde con los doce ciclos que hace la Luna mientras la Tierra da una vuelta al sol, pero dividía cada mes en tres grupos de diez días denominados décadas. Para completar los 365 días necesarios, añadía cinco días dedicados a fiestas nacionales al final de ciclo, que eran seis en los años bisiestos. Esta reordenación se acompañó con un cambio de nombres: los meses adoptaron denominaciones de fenómenos naturales o actividades agrícolas, como vendimiario (septiembre) o pluvioso (enero), los días de las décadas pasaron a nombrarse con ordinales (primidi, duodi, tridi, etc.) y la vinculación de cada día a un santo se sustituyó por un homenaje a plantas, animales, minerales o herramientas (por ejemplo, el primer día de vendimiario estaba dedicado a la uva y el décimo, a la barrica).

Calendario republicano del año III. P. L. Debucourt, 1794.
  Biblioteca Nacional de Francia

A pesar de su identificación con fenómenos naturales, esta ordenación que dividía los meses en tres décadas de diez días, en lugar de cuatro semanas de siete, no se amoldaba al ciclo lunar, que tenía su importancia en la organización de labores agrícolas y actividades cotidianas como las ferias y mercados. El nuevo calendario suponía un cambio radical con respecto al gregoriano, vigente en Francia desde 1582 y que no era sino una continuación con ciertos ajustes del calendario juliano establecido en el siglo I antes de nuestra era. Suponía una transformación cultural demasiado profunda, muy alejada de la sencilla conversión de pies a metros que trajo la reforma del sistema métrico decimal. Y, a diferencia de este, no tenía ninguna utilidad práctica que mereciera el esfuerzo.

El paso del calendario juliano al gregoriano, que en algunos países no se aceptó hasta el siglo XX, se produjo para solucionar un desfase en el cómputo de días que provocaba un adelanto de 11 minutos al año. Sin embargo, el objetivo del calendario republicano no era acometer ninguna corrección astronómica, sino que tenía un carácter político: la eliminación de supersticiones y religiones de la vida diaria. Y como cualquier opción política, se enfrentó al rechazó de otras corriente ideológicas y religiosas, hasta que Napoleón lo abolió el 1 de enero de 1806. La crónica de este fracaso, puede que anunciado, no resta belleza a las advocaciones laicas creadas para cada día del año.

 

 

 

 

sábado, 13 de febrero de 2021

Historia de la ciencia en Europa. Tarea 1

De cómo el estribo cambió la Europa medieval

 

En su libro Tecnología medieval y cambio social, Lynn White argumenta que la aparición del estribo fue una de las claves del nacimiento del feudalismo en Europa en el siglo VIII. Este sencillo artilugio, que probablemente se inventó en China en el siglo V y llegó a Europa a través de los pueblos del Asia Central, transformó las técnicas militares, lo que desencadenó un cambio de gran calado en la organización económica y social.

El estribo brindó a los soldados a caballo una ventaja fundamental: gracias al apoyo que les ofrecía, podían aprovechar toda la fuerza del cuerpo para asestar golpes más violentos, incluso con una sola mano, lo que dejaba la otra libre para sujetar las riendas y el escudo. Este detalle que podría parecer baladí, multiplicaba la eficacia de los jinetes y mejoraba enormemente el potencial bélico de los ejércitos que incluían estribos en su equipamiento.

Los francos comenzaron a usarlo en la primera mitad del siglo VIII, en algún momento entre la batalla de Poitiers (732) y el 755, a juzgar por varios indicios históricos. Por ejemplo, los hallazgos arqueológicos revelan la presencia en esta época de armas adaptadas a los nuevos métodos de lucha que posibilitaban los estribos, como espadas más largas o lanzas que llevaban un apéndice debajo de la hoja para facilitar su recuperación después del golpe —al imprimirle mayor fuerza a la lanzada gracias al apoyo del estribo, se corría el riesgo de que la lanza penetrara demasiado en el cuerpo de la víctima y no fuera posible sacarla, lo que habría dejado sin arma al soldado atacante—. También encontramos el rastro del uso del estribo en relatos de las batallas, en representaciones artísticas posteriores o incluso en la propia lengua, con la adopción del verbo scandere equos en sustitución de insiliare, lo que apunta a que se daba un paso para subir al caballo.

Caballería franca. Imagen del Salterio Dorado
que se conserva en la biblioteca de la abadía de
San Galo. Siglo IX

Sin duda, el estribo constituía una importante ventaja militar e impulsó un cambio en el ejército, pero también provocó una transformación social. El coste de mantener un ejército con una caballería más nutrida y mejor equipada era muy alto y, en la economía agrícola de la Galia del siglo VIII, el recurso más valioso era la tierra.

Según el historiador Heinrich Brunner, este hecho movió al reino franco a ordenar la confiscación de tierras de la Iglesia, tierras que posteriormente se cedieron a los aristócratas que habían jurado fidelidad a su señor a cambio de ayuda militar en tiempos de guerra. Esta práctica fue el origen del feudalismo. Como afirma White, en esta nueva estructura social, «la clase feudal de la Edad Media europea existía para que sus miembros fuesen jinetes armados, caballeros que combatían de una manera particular, posible gracias al estribo». Las antiguas levas de hombres libres habituales entre los francos dieron paso a la creación de una aristocracia militar, dedicada por entero a la instrucción militar y que podía costear los gastos asociados a las nuevas tácticas militares, separada de la masa campesina.

Así, el estribo se convierte en un ejemplo perfecto de cómo una tecnología novedosa puede influir en una sociedad hasta tal punto de revolucionar su estructura. Además, podría considerarse una buena muestra de parte de la ciencia que se hacía en la Europa medieval, una ciencia de carácter técnico al servicio de la necesidad y los usos prácticos, que se dedicó a la alquimia, el diseño de mejores armas, la construcción o la mejora de mecanismos como los molinos de agua y de viento o el reloj.

jueves, 11 de febrero de 2021

Introducción a la filosofía de la ciencia. Tarea 5

 

La filosofía feminista de la ciencia y la objetividad científica

Uno de los principios básicos de la filosofía tradicional de la ciencia es la distinción entre los hechos y los valores, a la que se suma la oposición de Reichenbach entre el contexto de justificación —los valores epistémicos o reglas metodológicas que justifican los resultados de la actividad científica— y el contexto de descubrimiento —el ámbito cultural y social en el que se desarrolla la ciencia, en el que se enmarcan los valores no epistémicos—. Según la visión clásica, la ciencia se ocupa solo de los hechos y se centra en el contexto de justificación, dejando de lado cualquier elemento ideológico o contextual externo, lo que garantiza su autonomía, objetividad e imparcialidad.

Tras el giro historicista de Khun a la filosofía de la ciencia, las diversas corrientes feministas han cuestionado la naturaleza misma del conocimiento científico y esa teórica idea de objetividad. Pérez Sedeño (2011) señala que «la teoría del conocimiento tradicionalmente ha partido de la base de que quien produce conocimiento es un sujeto individual, genérico y autosuficiente, es decir “aislado” de condicionamientos externos, pura conciencia abstracta e ideal». Ese sujeto cartesiano no puede existir, todo conocimiento viene de alguna parte, por lo que es, según la denominación de Donna Haraway, un «conocimiento situado» inseparable del contexto social, histórico y cultural.

Ese sesgo intrínseco al conocimiento se refleja en múltiples aspectos de la ciencia desde la toma de decisiones políticas relacionadas con aspectos científicos o la elección de los temas de investigación, al diseño experimental pasando por la interpretación de los resultados de la mano de la infradeterminación de la teoría por los datos: si hay distintas teorías compatibles con la misma evidencia empírica, los valores y las prioridades influyen en la elección final. Y en un contexto en el que la neutralidad de la ciencia es imposible, se impone la visión del grupo dominante y quedan excluidos los sectores sociales infrarrepresentados u oprimidos, como las mujeres.

 Una característica común a la práctica totalidad de las teóricas feministas es «la de ir más allá del análisis crítico, avanzando propuestas para la acción social y política que conduzcan a la liberación de la mujer» (Pérez Sedeño, 1995). Entre esas propuestas se cuenta el concepto de «objetividad fuerte» de Sandra Harding, que defiende que la crítica forme parte de la generación del conocimiento y se evalúen los sesgos del sujeto que lo genera, en lugar de presentar la ciencia como un supuesto conocimiento vestido de imparcialidad. La apertura a nuevas realidades y a grupos oprimidos, que tienen menos interés en mantener el statu quo, puede dar lugar a análisis críticos más certeros y nuevas evidencias. Esta estrategia redundaría en beneficio de la ciencia y la sociedad porque, como señala Tacoronte Domínguez (2011), «el compromiso de estas autoras no es reformular el concepto clásico de objetividad con el añadido “mujeres” u “oprimidos”, sino más bien cambiar el estatus desde donde se enuncia la objetividad para que el resultado integre los intereses de todos los grupos».

 


Referencias

Pérez Sedeño, E. (1995) «Filosofía de la ciencia y feminismo: intersección y convergencia». Isegoría 12, pp. 160-170.

 Pérez Sedeño, E. (2011) «El conocimiento situado». Investigación y ciencia, 414, pp. 36-37.

Tacoronte Domínguez, M. J. (2011) «Un nuevo tipo de ciencia. Consideraciones prácticas desde el campo feminista». Daímon. Revista Internacional de Filosofía, suplemento 4, pp. 213-221.

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