sábado, 26 de marzo de 2022

La luna y el aleteo de las mariposas

 

Sin la erupción del volcán Tambora en 1815, hoy no podríamos disfrutar del Frankenstein de Mary Shelley. Aunque esta afirmación pueda parecer atrevida, como aquella célebre pregunta sobre la posibilidad de que el aleteo de una mariposa en Brasil desencadene un tornado en Texas, lo cierto es que la vida tal y como la conocemos es el resultado de una serie de acontecimientos que propiciaron las condiciones idóneas para su aparición y evolución. En este cóctel de factores interrelacionados que han modelado la estructura del planeta Tierra, su clima o sus características se encuentra una vieja compañera: la Luna.

 

Pero ¿de dónde salió la Luna? ¿Por qué nos acompaña desde hace tanto tiempo? Aunque se han propuesto varias hipótesis, la más aceptada hasta ahora es la que plantea un choque violento entre un cuerpo planetario, Theia, y nuestro planeta hace unos 4500 millones de años. El impacto habría arrancado de la superficie de la Tierra una gran cantidad de materia, que habría quedado en la órbita terrestre para acabar consolidándose y creando la Luna. Sea como fuere, su presencia es clave para la vida.

Ilustraciones de la Luna de la astrónoma Maria Clara Eimmart. s. XVII. Fuente


Una de las consecuencias más conocidas de tener Luna es que su atracción genera el fenómeno de las mareas, que no solo son determinantes para la forma de vida de muchas especies adaptadas a los flujos y corrientes marinos, sino que también tienen un efecto ralentizador en la velocidad de rotación de la Tierra: sí, las mareas nos frenan. Originalmente, el día terrestre duraba alrededor de seis horas, pero la fuerza de rozamiento de las bajamares y pleamares debidas a la fuerza gravitatoria de la Luna —y, en menor medida, del Sol— ha ido reduciendo el ritmo hasta las 24 horas actuales, a las que se siguen sumando unos 20 segundos cada millón de años. Sin la Luna y sus mareas, la Tierra giraría mucho más rápido, los vientos de su superficie alcanzarían velocidades mucho mayores y las corrientes oceánicas sería distintas; es decir, puede que las condiciones climáticas del pasado no hubieran sido las idóneas para la aparición de la vida.


Pero no solo es cuestión de velocidad, también de estabilidad. La Tierra gira alrededor del Sol con una inclinación de unos 23° respecto al plano de su órbita. Esta oblicuidad es la responsable de que distintas partes del planeta reciban una cantidad diferente de radiación solar según la época del año, es decir, es la causante de las estaciones. Y para mantener esa inclinación, el eje de la Tierra describe un movimiento circular denominado precesión que tarda en completarse unos 26 000 años. Sin la gravedad de la Luna, la precesión se ralentizaría y el eje perdería su estabilidad, como una peonza que se bambolea antes de caer. Y sin eje estable en torno a los 23 grados, podríamos encontrarnos encontraríamos con cambios climáticos incompatibles con la vida (grandes diferencias de temperatura entre zonas con mucha insolación y otras prácticamente a oscuras, vientos extremos y fenómenos climatológicos adversos de gran magnitud).

Movimientos orbitales recogidos en los ciclos de Milankovitch. Hannes Grobe, Alfred Wegener Institute for Polar and Marine Research, CC BY-SA 2.5


De hecho, las variaciones naturales de estos movimientos orbitales podrían ser los responsables de los períodos glaciales e interglaciares del Holoceno, según la teoría de los ciclos de Milankovitch. El ingeniero y matemático serbio utilizó modelos matemáticos para relacionar los tres parámetros de los movimientos la rotación y la traslación de la Tierra (la excentricidad de la órbita, la oblicuidad y la precesión) con variaciones climáticas cíclicas a lo largo de milenios. Así, estableció que las glaciaciones son períodos de alta excentricidad, baja inclinación y una distancia grande entre el Sol y la Tierra en verano en el hemisferio norte. En cambio, las épocas interglaciares coinciden con una baja excentricidad, una alta inclinación y distancias estivales menores entre el Sol y la Tierra.


Retomemos la hipótesis del aleteo de las mariposas que provoca tornados a miles de kilómetros de distancia. Vemos que pequeños detalles como esos pocos segundos que la fuerza de gravedad de la Luna le ha ido restando a la velocidad de rotación de la Tierra han sido fundamentales para la existencia de la vida. Y puede que esas variaciones climáticas que se describen en los ciclos de Milankovitsch lo hayan sido también para la evolución de nuestra especie. Según la teoría más aceptada en la actualidad, el Homo sapiens se extendió por todo el planeta desde África y puede que en esas migraciones tuviera mucho que ver el clima. Como reza el subtítulo del libro Orígenes de Lewis Dartnell, la historia de la Tierra determina la historia de la humanidad, una historia en la que lo biológico va de la mano de lo cultural: ¿seríamos los mismos si nuestros antepasados no hubieran aprovechado las mareas para pescar o navegar?

domingo, 20 de marzo de 2022

Del Big Bang al núcleo terrestre

 

Decía Tolstói que solo escribía sobre la aristocracia porque la vida de la clase baja no es hermosa[1]. Pero yo creo que todas las historias merecen ser contadas, así que os voy a contar la mía, la de un humilde protón que hoy forma parte de un átomo de hierro y vive en el núcleo del planeta Tierra. La mía es una existencia larga y azarosa, pero no os preocupéis, os ahorraré los detalles para no cansaros.

Empecemos por el principio, por el Big Bang, hace 13 800 millones de años.  En ese instante inicial tras la formación del universo, ese momento que conocéis como era de Planck, yo todavía no existía. La temperatura y la presión eran tan altas que ni siquiera operaban todavía las cuatro fuerzas fundamentales y todo lo que había era una sopa primigenia de partículas elementales —quarks, electrones y gluones—. Sin embargo, aquello duró poco, apenas una fracción de segundo. El universo comenzó a expandirse, por lo que bajó la temperatura y entró en escena la gravedad, gracias a la cual los quarks pudieron unirse en grupos de tres, creando neutrones y protones. Así nací.

La evolución del universo desde el Big Bang hasta el presente. NASA. Fuente

En aquella época, las cosas iban muy rápido. En solo unos segundos apareció la fuerza nuclear fuerte y todos nos afanamos por unirnos para crear núcleos atómicos. Como siempre he creído que la unión hace la fuerza, me reuní con otro protón y un par de neutrones para crear un núcleo de helio, aunque la mayoría de mis hermanos, casi las tres cuartas partes, se conformó con emparejarse con un único neutrón para formar núcleos de hidrógeno. Los electrones seguían circulando libres, sin ataduras, en un plasma informe.

En este punto, el ritmo de los cambios se ralentizó; el cosmos siguió expandiéndose y enfriándose, hasta que, 380 000 años después, las interacciones de la fuerza nuclear débil y el electromagnetismo obligaron a esos electrones que vagaban sin compromisos por la sopa a sentar la cabeza: dos electrones se integraron en nuestro equipo y conseguimos formar un átomo de helio completo. Poco a poco, fuimos acercándonos a otros átomos atraídos por la gravedad, creando una zona cada vez más densa en la que llegamos a estar tan juntos y apretados que creamos una estrella. Pero no fuimos los únicos, a nuestro alrededor se formó una galaxia entera. Y junto a ella, otras muchas.

La galaxia NGC 4414. Nasa. Fuente

¿Sabéis como es la vida dentro de una estrella? La temperatura y la presión son tan altas que se desencadenan reacciones de fusión nuclear; no queda más remedio que unirse a los demás. Aquel átomo de helio en el que vivía feliz en mi niñez fue creciendo y se convirtió en carbono. Luego, en neón, oxígeno, silicio y, finalmente, en hierro, el elemento más pesado que se puede formar dentro de una estrella.

La verdad es que allí se estaba muy bien, pero nada es eterno. Nuestra estrella llegó al final de su vida y explotó en una enorme supernova, que sembró el espacio de polvo. Otra sopa, aunque esta más sustanciosa y diversa, porque a la ingente cantidad de átomos de hidrógeno, siempre seguidos por el grupo de los helios, nos sumamos los elementos más pesados que habíamos crecido en el interior de la estrella. Y otros todavía más pesados, como el oro, que nacieron gracias a las altísimas temperaturas de la supernova. No eran muchos, pero ponían la nota de color.

Remanente de la supernova de Kepler. NASA. Fuente

La vida nunca para y la gravedad, tampoco. El ciclo comenzó otra vez, la materia disgregada volvió a condensarse y encontré un nuevo alojamiento en un astro de segunda generación, la Tierra. Eso fue hace unos 4600 millones de años. Con mi densidad, mi destino estaba claro: el núcleo del planeta. Quizás no os parezca un lugar demasiado interesante; puede que, como a Tolstói, os interese más la historia de aquel otro protón que nació a mi lado hace 13 800 millones de años y hoy forma parte de uno de los átomos de oro con los que se hizo la corona de Napoleón Bonaparte. Pero ¿y si os dijera que mi presencia aquí tiene mucho que ver con que podáis disfrutar de las auroras boreales? Todas las historias son hermosas y todas merecen ser contadas, incluso las que, como la mía, no han concluido. Quien sabe lo que me deparará la siguiente escala de este viaje.

Las capas de la Tierra. Fuente



[1] Tolstói, L. (2005) Guerra y paz (trad. de Arias Rubio, G). DeBolsillo: Barcelona. p. 10

sábado, 19 de marzo de 2022

¿Ser o no ser? Esa es la cuestión


¿Cómo saber si algo es ciencia o no lo es? Es probable que ante esta pregunta pensemos automáticamente en una respuesta fácil: el método científico, eso es lo que diferencia los saberes de la ciencia de los demás. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Aunque recurramos a ese concepto idealizado y casi metafórico, lo cierto es que no existe un único método científico universal que actúe como criterio de demarcación entre lo que es ciencia y no lo es. Como apunta Antonio Diéguez, «esto no significa que en la ciencia no haya métodos, sino que hay muchos, dependiendo de cada disciplina, y que son revisables y cambian con el tiempo y con el contexto».

¿Es ciencia o no lo es?
Estatua de Hamlet en Stratford-upon-Avon. Lord Ronald Gower


Esa caja de herramientas que la ciencia tiene a su disposición podría organizarse, desde una perspectiva clásica, en estrategias empiristas y racionalistas. O, lo que es lo mismo, en métodos inductivos y deductivos. La inducción parte de la observación para extraer conclusiones; la deducción sigue el camino contrario: se trata de plantear una hipótesis teórica y comprobarla mediante un experimento.

Quizás uno de los ejemplos más célebres de la ciencia inductiva sea el de la teoría de la evolución de Darwin. Durante su expedición en el Beagle en 1831, recogió muestras, acumuló fósiles y observó distintas especies. Esa labor de observación y estudio lo llevó plantear su hipótesis de la selección natural años después, en 1859, con la publicación de El origen de las especies. Hoy seguimos encontrando multitud de investigaciones científicas basadas en estrategias inductivas, como la que se describe en la noticia «Los ancianos con perro tienen menos probabilidad de desarrollar discapacidad motora». El estudio observacional al que se refiere esta nota de la Agencia SINC parte de la realización de encuestas a un grupo poblacional concreto y analiza diversas variables de salud y demográficas. Los resultados sugieren que la actividad física y social que implica tener un perro previene el desarrollo de discapacidades en personas de edad avanzada.

Dos gestos que condensan la diferencia entre
racionalismo y empirismo. Rafael

Los métodos deductivos también tienen historias épicas en su haber, como la del eclipse de 1919 que confirmó la teoría de la relatividad de Einstein y sus predicciones sobre el comportamiento de la luz. También en el caso de la deducción podemos encontrar ejemplos actuales, como el estudio en el que se basa la pieza «Nuevos experimentos confirman que los peces sí tienen conciencia de sí mismos». El equipo que llevó a cabo esta investigación partió de la hipótesis de que los peces tienen autoconciencia y lo comprobó mediante un diseño experimental con espejos, en los que los peces debían reconocerse.

Un dato interesante sobre esta última noticia: se trata de un experimento repetido. Ese mismo equipo ya había intentado demostrar antes su hipótesis sobre la conciencia de los peces, pero el estudio previo recibió duras críticas de la comunidad científica por sus fallos metodológicos. Como apunta Naomi Oreskes en esta charla, esta es también una característica de la ciencia. Más allá del método utilizado, la ciencia siempre está sujeta a crítica y a revisión, al escrutinio de la comunidad. Un sano ejercicio de escepticismo organizado que permite su avance. 

Del neuroderecho y otras neurohierbas

  «Acompañar un texto con la imagen de un cerebro aumenta significativamente su credibilidad». Eso aseguran Cardenas y Corredor (2017) en u...