Decía Tolstói que solo escribía
sobre la aristocracia porque la vida de la clase baja no es hermosa[1].
Pero yo creo que todas las historias merecen ser contadas, así que os voy a
contar la mía, la de un humilde protón que hoy forma parte de un átomo de
hierro y vive en el núcleo del planeta Tierra. La mía es una existencia larga y
azarosa, pero no os preocupéis, os ahorraré los detalles para no cansaros.
Empecemos por el principio, por
el Big Bang, hace 13 800 millones de años.
En ese instante inicial tras la formación del universo, ese momento que
conocéis como era de
Planck, yo todavía no existía. La temperatura y la presión eran tan
altas que ni siquiera operaban todavía las cuatro
fuerzas fundamentales y todo lo que había era una sopa primigenia de
partículas elementales —quarks, electrones y gluones—. Sin embargo, aquello
duró poco, apenas una fracción de segundo. El universo comenzó a expandirse,
por lo que bajó la temperatura y entró en escena la gravedad, gracias a la cual
los quarks pudieron unirse en grupos de tres, creando neutrones y protones. Así
nací.
La evolución del universo desde el Big Bang hasta el presente. NASA. Fuente |
En aquella época, las cosas iban muy rápido. En solo unos segundos apareció la fuerza nuclear fuerte y todos nos afanamos por unirnos para crear núcleos atómicos. Como siempre he creído que la unión hace la fuerza, me reuní con otro protón y un par de neutrones para crear un núcleo de helio, aunque la mayoría de mis hermanos, casi las tres cuartas partes, se conformó con emparejarse con un único neutrón para formar núcleos de hidrógeno. Los electrones seguían circulando libres, sin ataduras, en un plasma informe.
En este punto, el ritmo de los
cambios se ralentizó; el cosmos siguió expandiéndose y enfriándose, hasta que,
380 000 años después, las interacciones de la fuerza nuclear débil y el
electromagnetismo obligaron a esos electrones que vagaban sin compromisos por la sopa a
sentar la cabeza: dos electrones se integraron en nuestro equipo y conseguimos
formar un átomo de helio completo. Poco a poco, fuimos acercándonos a otros
átomos atraídos por la gravedad, creando una zona cada vez más densa en la que
llegamos a estar tan juntos y apretados que creamos una estrella. Pero no
fuimos los únicos, a nuestro alrededor se formó una galaxia entera. Y junto a
ella, otras muchas.
La galaxia NGC 4414. Nasa. Fuente |
¿Sabéis como es la vida dentro de una estrella? La temperatura y la presión son tan altas que se desencadenan reacciones de fusión nuclear; no queda más remedio que unirse a los demás. Aquel átomo de helio en el que vivía feliz en mi niñez fue creciendo y se convirtió en carbono. Luego, en neón, oxígeno, silicio y, finalmente, en hierro, el elemento más pesado que se puede formar dentro de una estrella.
La verdad es que allí se estaba
muy bien, pero nada es eterno. Nuestra estrella llegó al final de su vida y
explotó en una enorme supernova, que sembró el espacio de polvo. Otra sopa,
aunque esta más sustanciosa y diversa, porque a la ingente cantidad de átomos
de hidrógeno, siempre seguidos por el grupo de los helios, nos sumamos los
elementos más pesados que habíamos crecido en el interior de la estrella. Y otros
todavía más pesados, como el oro, que nacieron gracias a las altísimas
temperaturas de la supernova. No eran muchos, pero ponían la nota de color.
Remanente de la supernova de Kepler. NASA. Fuente |
La vida nunca para y la gravedad,
tampoco. El ciclo comenzó otra vez, la materia disgregada volvió a condensarse
y encontré un nuevo alojamiento en un astro de segunda generación, la Tierra.
Eso fue hace unos 4600 millones de años. Con mi densidad, mi destino
estaba claro: el núcleo del planeta.
Las capas de la Tierra. Fuente |
[1] Tolstói, L. (2005) Guerra y paz (trad.
de Arias Rubio, G). DeBolsillo: Barcelona. p. 10
No hay comentarios:
Publicar un comentario