Ciencia, guerra y ética
Los
avances científicos y tecnológicos pueden tener múltiples aplicaciones, entre
las que siempre se han contado las bélicas; las necesidades de la guerra, por
su parte, han sido un potente motor para el avance de la ciencia y la
tecnología, desde la célebre garra de Arquímedes, las máquinas de guerra de
Leonardo o la pólvora hasta el radar, la bomba atómica o Internet. A lo largo
de la historia, los usos civiles y militares no han dejado de entremezclarse y
retroalimentarse.
Dibujos de Leonardo de un carro falcado y un tanque blindado. Ca. 1485 |
Las dos guerras mundiales fueron el escenario de varias de las asociaciones más crueles entre los avances científicos y la maquinaria bélica. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la comunidad científica de vocación universal heredera de la idea ilustrada de la ciencia al servicio del progreso de la humanidad, la misma cuyos máximos exponentes se habían reunido el año anterior en el tercer Congreso Solvay, se dividió para adherirse a las distintas causas nacionales. Se sucedieron los manifiestos y discursos en clave patriótica, como el Manifiesto de los 93 que secundó la ciencia alemana, y se eligieron bandos. Georg Friedrich Nicolai y Albert Einstein fueron de las pocas voces que se alzaron en contra mediante el Manifiesto a los Europeos, un llamamiento a que la cultura europea pusiera fin a la guerra, que solo firmaron cuatro personas: Nicolai, Einstein, Wilhelm Foerster y Otto Buek.
No
obstante, ese compromiso de la ciencia con los intereses nacionales adoptó
distintas formas. El químico Fritz Haber asumió el puesto de capitán en el
ejército alemán para llegar a convertirse en el padre de la guerra química con
su desarrollo del gas dicloro y otros gases tóxicos, un «logro» que intentaron
imitar británicos y franceses con la creación de varios centros de
investigación, y que también llevó a la creación del tristemente famoso gas
mostaza. El uso de estas armas químicas tenía consecuencias tan terribles que
fueron prohibidas en 1925. Paradójicamente, tanto Haber como algunos de sus
colaboradores científicos en este proyecto militar (James Franck, Gustav Hertz
y Otto Hahn) recibieron más tarde el Nobel por otros trabajos.
Marie Curie encarnó una actitud distinta en su
defensa del bando francés. La ya dos veces ganadora del Nobel decidió utilizar
su ciencia, no para crear armas que pudieran matar a más gente, sino para
salvar vidas. Diseñó unas pequeñas ambulancias equipadas con equipos portátiles
de rayos X, conocidas como petites
curies, y se fue con su hija, Irène Joliot-Curie, a las trincheras.
Marie Curie al volante de una «petite curie». 1915 |
Este panorama vivido durante la Primera Guerra Mundial se repitió con la segunda. Nuevamente se formaron bandos y hubo adhesiones a uno u otro y de nuevo las respuestas individuales de la comunidad científica difirieron. Ante la posibilidad de que los científicos nazis consiguieran desarrollar su ansiada arma definitiva, que sería un arma nuclear, Einstein, a pesar de su declarado pacifismo, optó por prevenir a Roosevelt y recomendarle que hiciera acopio de uranio. Años más tarde, se puso en marcha el conocido proyecto Manhattan. Aunque fueron muchos los científicos que participaron en él bajo la dirección de Oppenheimer, hubo excepciones, como el propio Einstein, el químico Linus Pauling o Lise Meitner. Meitner había pasado años en Berlín investigando la fisión nuclear junto a Otto Hahn, pero tuvo que salir del país ante la amenaza nazi y en ese momento estaba en Suecia, ocupando un puesto que estaba muy por debajo de su capacidad. Aceptar la invitación del proyecto Manhattan le habría supuesto trasladarse a los Estados Unidos y recuperar su estatus de investigadora de primera línea, pero la rechazó porque no quería contribuir a la construcción de una bomba. En Francia, Irène Joliot-Curie y Frédéric Joliot decidieron ocultar sus trabajos de física nuclear para que no pudieran usarse con fines bélicos; Irène huyó a Suiza y Frédéric se quedó en Francia colaborando con la Resistencia.
Tras la entrada en Berlín del Ejército Rojo y la rendición de Alemania en mayo de 1945, muchos de los científicos que habían participado en el proyecto Manhattan intentaron detener el lanzamiento de la bomba que habían creado, argumentando que ya no era necesaria. Aunque quizás nunca fue necesaria, ni siquiera desde el punto de vista de la estrategia militar. Puede que el desenlace de la guerra a favor del bando aliado no tuvieran tanto que ver con su capacidad técnica como con decisiones políticas y pulsiones más básicas relacionadas con la naturaleza humana, las mismas que han determinado el curso de otras tantas guerras a lo largo de la historia. Puede que fueran más determinantes la ambición de Hitler de invadir Rusia a toda costa y su negativa a retroceder, la crudeza del invierno ruso o la gran cantidad de gente de la que disponía Stalin para defender Stalingrado con su vida, en la que fue probablemente la batalla más cruenta de la historia de la humanidad, con unos dos millones de muertos.
Sea como fuere, sabemos que quienes intentaron parar el lanzamiento de la bomba atómica no
lo consiguieron. Después de Hiroshima y Nagasaki
y de la rendición de Japón, la guerra acabó, pero, a pesar de que ya conocíamos los estragos provocados por la fuerza nuclear, la carrera
armamentística continuó con el apoyo de unos científicos y la oposición de
otros que militaron activamente por la prohibición de las armas nucleares. El propio Oppenheimer se negó al desarrollo de la bomba H, lo que le
valió una acusación de colaboración con los comunistas en pleno macartismo y
acabar condenado al ostracismo.
Detonación de una bomba atómica el 15 de abril de 1948 en el atolón de Eniwetok |
No podemos juzgar el pasado desde la comodidad del presente, ni valorar a la ligera la respuesta de estos científicos ante una realidad que, durante la Segunda Guerra Mundial, incluía también a la maquinaria científica nazi, con su iniciativa para la creación de una bomba nuclear, el proyecto Uranio, o «inventos» tan ignominiosos como las cámaras de gas. Pero tampoco podemos obviar la responsabilidad ética de la comunidad científica en el desarrollo de aplicaciones militares. En este caso, no hablamos de avances científicos que, además, puedan tener aplicaciones bélicas, sino del desarrollo de armas con un potencial destructivo tan grande que pueden suponer una amenaza para la continuidad misma de la humanidad (recordemos aquella frase atribuida a Einstein: «No sé con qué armas se librará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras»).
Aunque tampoco conviene dejar caer en el olvido que se trata de una responsabilidad compartida, porque todos estos proyectos de investigación militar se producen en el marco de una sociedad que los permite o los alienta. Todos deberíamos valorar las implicaciones éticas de nuestros actos, para bien o para mal, nos dediquemos a lo que nos dediquemos, y esa responsabilidad será tanto mayor cuanto más alcance tenga nuestra actuación y cuanto mayor sea nuestra libertad para decidir. Como dicen los versos de Agustín Millares Sall, «aquí no cabe esconder la cabeza bajo el ala, decir ‘no lo sabía’, ‘estoy al margen’, ‘vivo en mi torre, solo y no sé nada’».
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