Carolina Martínez Pulido relata en sus artículos sobre mujeres y primatología la evolución de esta disciplina gracias a las aportaciones de las mujeres al estudio de los primates. Científicas como Jane Goodall, Birute Galdikas, Jeanne Altmann o Dian Fossey han contribuido a cambiar concepciones sobre el comportamiento de los primates y a desarrollar nuevos métodos de estudio. Por ejemplo, sus trabajos han derribado la idea del macho como dominador de una hembra sumisa y han abierto el campo de observación a todo tipo de comportamientos, no solo a los violentos o los más llamativos, lo que ha permitido comprender mejor a estas especies animales mediante el uso de métodos más rigurosos y objetivos.
Cabe
preguntarse si estos avances se deben a que el enfoque científico de las
mujeres presenta alguna peculiaridad o a la existencia de algún valor
típicamente femenino que influya en su trabajo. Entre quienes han comentado el
caso de la primatología hay quien ha argumentado que el éxito de estas
primatólogas está relacionado con algunas de esas virtudes identificadas como
femeninas, entre las que se contarían la paciencia o la atención por el
detalle; otras voces aducen, por el contrario, que este campo de estudio
requiere valentía para tratar con los animales, un rasgo asociado tradicionalmente
a lo masculino.
Aunque
considero que este tipo de discusiones dicotómicas y generalizaciones centradas
en vincular características a géneros deberían estar ya superadas, tampoco
podemos desdeñar la importancia del contexto o la educación: no cabe duda de
que nuestra sociedad no trata por igual a hombres y mujeres, algo que puede
influir incluso en el desarrollo de nuestras capacidades. Y no es solo una
cuestión de género, ya que este no es el único factor que tiene peso en nuestra
identidad; otros componentes como la raza, la orientación sexual, la clase
social, la ideología, la tradición cultural a la que pertenecemos o la
trayectoria académica pueden repercutir tanto o más en nuestra visión del
mundo. No es que las mujeres u otros colectivos que históricamente no han
estado presentes en el mundo científico hagan ciencia de otra manera, pero
tienen perspectivas distintas.
¿Y
por qué habrían de tener importancia estos elementos contextuales en una
actividad neutra y objetiva como la ciencia? Porque la ciencia es el resultado
del trabajo de personas, que están sujetas a sesgos como todas las demás, no de
entes abstractos aislados. Todo conocimiento viene de algún sitio así que, como
señala el artículo de Martínez Pulido, «es fácil ver lo que uno espera ver,
aunque no esté ahí». El mecanismo de la ciencia para evitar estos sesgos es el
escrutinio de la comunidad científica: todo conocimiento debe basarse en unas
evidencias que el resto de la comunidad científica ha de poder comprobar,
contrastar, interpretar y refutar en caso necesario. Y cuanto más diversa sea
esa comunidad, mejor desempeñará esa función.
El
caso de la primatología no es una anécdota aislada, se puede extrapolar a
cualquier disciplina científica, ya sea en el ámbito de las ciencias sociales o
de las naturales. No decimos nada nuevo si recordamos que la voz de las mujeres
y de otros colectivos ha tenido muy poca importancia a lo largo de la historia,
ni siquiera en la historia de la ciencia, que debería haber sido objetiva. Hay
multitud de ejemplos, como el de Mary Anning, paleontóloga aficionada que hizo
importantes hallazgos en el siglo XIX, pero a quien los científicos de la
época, en su mayoría aristócratas con interés en temas naturales, no
concedieron ningún crédito por su sexo y su clase social. O el de Cecilia Payne,
quien determinó a principios del siglo XX la composición de las estrellas a
partir de sus temperaturas estelares, un avance crucial en nuestro
entendimiento del universo que se enfrentó durante años a la oposición de
muchos colegas. O el de Rachel Carson, cuya crítica a los insecticidas DDT en
1962, fecha en la que se publicó su libro Primavera silenciosa, fue
desdeñada por la industria química con el pretexto de que «solo era una mujer».
La lista es larga y no se limita a ningún campo concreto. Es, como la ha
denominado Miranda Fricker, una injusticia epistémica: si la voz se alza desde
un colectivo sin poder, simplemente no tiene crédito.
La
incorporación de las mujeres y de otros colectivos al mundo de la ciencia no es
solo una cuestión de justicia social, de conceder a todas las personas el
derecho a generar conocimiento en igualdad de condiciones, también es una forma
de mejorar la ciencia y hacerla avanzar. No se trata de alterar los valores no
epistémicos de la ciencia, ni de «feminizarlos», signifique eso lo que
signifique, sino de incorporar nuevos puntos de vista que enriquezcan el
panorama y garanticen la consecución real de la objetividad, la neutralidad, la
veracidad o el rigor deseados.
Eso
es precisamente lo que nos muestra el caso de la primatología: la incorporación
de miradas nuevas permitió desarrollar un método más objetivo, neutro y
riguroso con el que acercarnos más a la verdad y entender mejor la realidad. Abrir
el foco y abordar los problemas desde ópticas distintas, incluso desde
disciplinas diferentes que usan otras herramientas u otros métodos, es
enriquecedor en todos los sentidos y en todas las fases de la actividad
científica, desde la elección de las líneas de estudio a la interpretación de
los resultados obtenidos.
Referencias
Fricker, M. (2017) Injusticia epistémica. Barcelona: Herder
López, A. (2017) «Cecilia Payne-Gaposchkin: La
astrónoma que descubrió la composición de las estrellas». Mujeres con ciencia
Martínez Pulido, C. (2014) «Mujeres y primatología (I). Una
mirada novedosa a la otra mitad de los primates: las hembras». Mujeres con ciencia
Martínez Pulido, C. (2014) «Mujeres y primatología (y II)». Mujeres con ciencia
Martínez Pulido, C. (2014) «Mary Anning en los comienzos de
la paleontología moderna». Mujeres con ciencia
Pérez Sedeño, E. (2011) «El conocimiento situado». Investigación y ciencia, 414, pp. 36-37.
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