jueves, 15 de abril de 2021

Visiones distorsionadas de la ciencia: del cientismo al negacionismo

 

En su artículo «Cientismo», Haack nos advierte que «debemos evitar tanto sobrestimar como subestimar el valor de la ciencia». A partir de su texto y de las reflexiones de McIntyre en La actitud científica, repasaremos dos de esos extremos que nos ofrecen una visión distorsionada de la ciencia, bien por exceso, bien por defecto.

Empecemos por el lado del exceso. Haack da cuenta en su artículo de la evolución del término «cientismo», que ha pasado de encarnar los valores positivos de la actitud científica a convertirse en un calificativo negativo. Esa transformación se deriva precisamente de los logros de la ciencia en el último siglo, de su capacidad para ofrecernos soluciones y resolver problemas, que en ciertos casos se ha llevado hasta el extremo de considerar que la ciencia es la única forma de pensamiento válido y que su potencial es ilimitado. Esa es la actitud que la autora califica de cientista.

Haack enumera seis signos que evidencian la actitud cientista. El primero es el uso de término «ciencia» como sinónimo de prestigio, de algo que es inherentemente bueno; un uso que, según la autora, «fomenta la credulidad acrítica sobre cualquier idea científica nueva que aparezca». La segunda señal sería la extensión inapropiada de los símbolos científicos a cualquier actividad para revestirla de ese prestigio que le concedemos a la ciencia, como un intento de que todas las disciplinas se parezcan a ese ideal del conocimiento por antonomasia. Los dos rasgos siguientes de la actitud cientista se centran en el empeño por definir criterios de demarcación y características de un método científico ideal como instrumentos para deslindar la ciencia —lo bueno— de la no ciencia —lo malo o lo no tan bueno—. Los dos últimos signos de cientismo que señala Haack son quizás los más interesantes: el hecho de otorgarle a la ciencia la capacidad para responder cualquier pregunta y la minusvaloración de los conocimientos no científicos.

Esa tendencia a pensar que la ciencia es la respuesta a todo está bastante extendida en ciertos círculos. Hay quien piensa que la resolución a cualquier tema que pueda resultar polémico o controvertido, como puedan ser la energía nuclear, la ingeniería genética o el cambio climático, es tan simple como ver «qué dice la ciencia». La pregunta que se plantea es «¿qué dice la ciencia sobre qué?», porque por esta vía podemos saber, por ejemplo, que el planeta se está calentando debido a las emisiones de gases de efecto invernadero o que si la temperatura aumenta X grados en los próximos X años pueden producirse determinados sucesos. Pero la ciencia no nos dice cómo debemos actuar ante esta situación. Comparto el calificativo de cientismo que Haack le da a esta actitud, que olvida las múltiples capas que implican las decisiones de este tipo: si queremos lograr una respuesta fundamentada a cualquiera de estos casos, tendremos que partir del conocimiento científico para luego sumar otras consideraciones de índole ética, económica o social.

En este año de pandemia hemos podido ver otro ejemplo de este rasgo cientista que apunta Haack: la afirmación rotunda de que «la ciencia nos sacará de esta». Y no cabe duda de que, sin el conocimiento científico que nos está permitiendo conocer el virus, saber cómo se propaga y cómo evitar los contagios, desarrollar tratamientos para las personas que enferman o crear las vacunas que podrán poner fin a la pandemia, sin todo eso, no saldríamos de esta. Pero ese enfoque obvia otros muchos factores fundamentales de carácter social, económico, político o ético. En esta pandemia hemos aprendido, por ejemplo, lo que es la salud pública y que los sistemas sanitarios privados que excluyen a las personas sin recursos son incompatibles con el control efectivo de enfermedades infecciosas. O que las sociedades que más han invertido en investigación e industrialización, algo que depende de decisiones políticas, han tenido más recursos para hacer frente al problema. Ahora somos más conscientes de la importancia de eso que llamamos Estado del bienestar que, mejor o peor, según los casos, permite a muchas personas quedarse en casa sin trabajar durante meses, pero con las necesidades básicas cubiertas. Sabemos mucho más de los criterios que se usan para determinar qué pacientes acceden a cuidados intensivos o qué grupos de población de riesgo deben vacunarse antes, independientemente de su capacidad económica. Y hasta nos hemos planteado qué derechos fundamentales son más importantes, si queremos renunciar a reunirnos, manifestarnos o votar. Sin duda, la ciencia nos sacará de esta, pero no lo hará sin la ayuda de la ética, la empatía, la solidaridad o las condiciones políticas y socioeconómicas adecuadas.

Del mismo modo, estos tiempos de pandemia nos han traído ejemplos del último signo de cientismo del que habla Haacks, esa minusvaloración de los saberes no científicos. En esta época de incertidumbre, todos hemos sentido la necesidad de saber en qué está trabajando la comunidad científica, de conseguir alguna certeza. Pero, curiosamente, también hemos visto fenómenos como el éxito de ventas de La peste de Camus o del Diario del año de la peste de Defoe. Sin restarle valor a las estrategias de marketing que puedan haber actuado en este caso, parece que no solo nos interesa saber cómo funcionan las vacunas de ARN mensajero, también queremos reflexionar sobre la naturaleza humana de mano de la literatura.

Podemos seguir con el hilo de la pandemia para llegar hasta el otro extremo del espectro de las visiones distorsionadas de la ciencia, esa actitud que la subestima, la desprecia o incluso la niega. No tenemos que ir muy lejos para encontrar ejemplos de negacionismo o teorías conspirativas que atribuyen orígenes maquiavélicos a la pandemia o rechazan la eficacia de la mascarilla porque «los científicos dicen cada día una cosa distinta». O, como dice McIntyre, porque «eso es solo una teoría».

Ese extremo distorsionado que le quita valor a la ciencia arguye que el conocimiento científico nunca llega a estar totalmente demostrado, por lo que no hay ninguna razón para aceptarlo o considerarlo mejor que cualquier otra idea. Es el mismo argumento que siguen utilizando los negacionistas del cambio climático, esos «mercaderes de la duda» a los que se refirieron Naomi Oreskes y Erik M. Conway en un libro dedicado a una pequeña parte de la comunidad científica estadounidense que, movida por los intereses económicos de grandes compañías, se ha dedicado a sembrar dudas sobre el cambio climático.

Paradójicamente, el argumento de que la ciencia se basa «solo» en teorías es su mejor virtud. Esa capacidad para buscar siempre mejores explicaciones y para desechar lo que se consideraba adecuado a la luz de nuevas pruebas es lo que la distingue del mito, de las concepciones que se mantienen inmutables, aunque cambie la evidencia. Quizás en esta parte del problema esté también la solución y, como argumenta McIntyre, «los filósofos de la ciencia pueden desempeñar aquí una función valiosa si articulan una concepción de la ciencia que celebre su incertidumbre en lugar de avergonzarse de ella, mientras subrayan la importancia de la evidencia empírica para la creencia fundamentada» (McIntyre, 2020, p. 79).

 

 


Referencias

 

Haack, S. (2010) «Cientismo». Discusiones filosóficas 16, 13-40 

McIntyre, L. (2020) La actitud científica. Madrid: Cátedra, pp. 62-80.

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