En
su artículo «Cientismo», Haack nos advierte que «debemos evitar tanto
sobrestimar como subestimar el valor de la ciencia». A partir de su
texto y de las reflexiones de McIntyre en La actitud científica,
repasaremos dos de esos extremos que nos ofrecen una visión distorsionada de la
ciencia, bien por exceso, bien por defecto.
Empecemos
por el lado del exceso. Haack da cuenta en su artículo de la evolución del
término «cientismo», que ha pasado de encarnar los valores positivos de la
actitud científica a convertirse en un calificativo negativo. Esa
transformación se deriva precisamente de los logros de la ciencia en el último
siglo, de su capacidad para ofrecernos soluciones y resolver problemas, que en
ciertos casos se ha llevado hasta el extremo de considerar que la ciencia es la
única forma de pensamiento válido y que su potencial es ilimitado. Esa es la
actitud que la autora califica de cientista.
Haack
enumera seis signos que evidencian la actitud cientista. El primero es el uso
de término «ciencia» como sinónimo de prestigio, de algo que es inherentemente
bueno; un uso que, según la autora, «fomenta la credulidad acrítica sobre
cualquier idea científica nueva que aparezca». La segunda señal sería la
extensión inapropiada de los símbolos científicos a cualquier actividad para
revestirla de ese prestigio que le concedemos a la ciencia, como un intento de
que todas las disciplinas se parezcan a ese ideal del conocimiento por
antonomasia. Los dos rasgos siguientes de la actitud cientista se centran en el
empeño por definir criterios de demarcación y características de un método científico
ideal como instrumentos para deslindar la ciencia —lo bueno— de la no ciencia
—lo malo o lo no tan bueno—. Los dos últimos signos de cientismo que señala
Haack son quizás los más interesantes: el hecho de otorgarle a la ciencia la
capacidad para responder cualquier pregunta y la minusvaloración de los
conocimientos no científicos.
Esa
tendencia a pensar que la ciencia es la respuesta a todo está bastante
extendida en ciertos círculos. Hay quien piensa que la resolución a cualquier
tema que pueda resultar polémico o controvertido, como puedan ser la energía
nuclear, la ingeniería genética o el cambio climático, es tan simple como ver
«qué dice la ciencia». La pregunta que se plantea es «¿qué dice la ciencia
sobre qué?», porque por esta vía podemos saber, por ejemplo, que el planeta se
está calentando debido a las emisiones de gases de efecto invernadero o que si la
temperatura aumenta X grados en los próximos X años pueden producirse
determinados sucesos. Pero la ciencia no nos dice cómo debemos actuar ante esta
situación. Comparto el calificativo de cientismo que Haack le da a esta
actitud, que olvida las múltiples capas que implican las decisiones de este
tipo: si queremos lograr una respuesta fundamentada a cualquiera de estos
casos, tendremos que partir del conocimiento científico para luego sumar otras
consideraciones de índole ética, económica o social.
En
este año de pandemia hemos podido ver otro ejemplo de este rasgo cientista que
apunta Haack: la afirmación rotunda de que «la ciencia nos sacará de esta». Y
no cabe duda de que, sin el conocimiento científico que nos está permitiendo
conocer el virus, saber cómo se propaga y cómo evitar los contagios,
desarrollar tratamientos para las personas que enferman o crear las vacunas que
podrán poner fin a la pandemia, sin todo eso, no saldríamos de esta. Pero ese
enfoque obvia otros muchos factores fundamentales de carácter social,
económico, político o ético. En esta pandemia hemos aprendido, por ejemplo, lo
que es la salud pública y que los sistemas sanitarios privados que excluyen a
las personas sin recursos son incompatibles con el control efectivo de
enfermedades infecciosas. O que las sociedades que más han invertido en
investigación e industrialización, algo que depende de decisiones políticas,
han tenido más recursos para hacer frente al problema. Ahora somos más
conscientes de la importancia de eso que llamamos Estado del bienestar que,
mejor o peor, según los casos, permite a muchas personas quedarse en casa sin
trabajar durante meses, pero con las necesidades básicas cubiertas. Sabemos
mucho más de los criterios que se usan para determinar qué pacientes acceden a
cuidados intensivos o qué grupos de población de riesgo deben vacunarse antes,
independientemente de su capacidad económica. Y hasta nos hemos planteado qué
derechos fundamentales son más importantes, si queremos renunciar a reunirnos,
manifestarnos o votar. Sin duda, la ciencia nos sacará de esta, pero no lo hará
sin la ayuda de la ética, la empatía, la solidaridad o las condiciones
políticas y socioeconómicas adecuadas.
Del
mismo modo, estos tiempos de pandemia nos han traído ejemplos del último signo
de cientismo del que habla Haacks, esa minusvaloración de los saberes no
científicos. En esta época de incertidumbre, todos hemos sentido la necesidad
de saber en qué está trabajando la comunidad científica, de conseguir alguna
certeza. Pero, curiosamente, también hemos visto fenómenos como el éxito de
ventas de La peste de Camus o del Diario del año de la peste de
Defoe. Sin restarle valor a las estrategias de marketing que puedan haber
actuado en este caso, parece que no solo nos interesa saber cómo funcionan las
vacunas de ARN mensajero, también queremos reflexionar sobre la naturaleza
humana de mano de la literatura.
Podemos
seguir con el hilo de la pandemia para llegar hasta el otro extremo del
espectro de las visiones distorsionadas de la ciencia, esa actitud que la
subestima, la desprecia o incluso la niega. No tenemos que ir muy lejos para
encontrar ejemplos de negacionismo o teorías conspirativas que atribuyen
orígenes maquiavélicos a la pandemia o rechazan la eficacia de la mascarilla
porque «los científicos dicen cada día una cosa distinta». O, como dice
McIntyre, porque «eso es solo una teoría».
Ese
extremo distorsionado que le quita valor a la ciencia arguye que el
conocimiento científico nunca llega a estar totalmente demostrado, por lo que
no hay ninguna razón para aceptarlo o considerarlo mejor que cualquier otra
idea. Es el mismo argumento que siguen utilizando los negacionistas del cambio
climático, esos «mercaderes de la duda» a los que se refirieron Naomi Oreskes y
Erik M. Conway en un libro dedicado a una pequeña parte de la comunidad
científica estadounidense que, movida por los intereses económicos de grandes
compañías, se ha dedicado a sembrar dudas sobre el cambio climático.
Paradójicamente,
el argumento de que la ciencia se basa «solo» en teorías es su mejor virtud.
Esa capacidad para buscar siempre mejores explicaciones y para desechar lo que
se consideraba adecuado a la luz de nuevas pruebas es lo que la distingue del
mito, de las concepciones que se mantienen inmutables, aunque cambie la
evidencia. Quizás en esta parte del problema esté también la solución y, como
argumenta McIntyre, «los
filósofos de la ciencia pueden desempeñar aquí una función valiosa si articulan
una concepción de la ciencia que celebre su incertidumbre en lugar de
avergonzarse de ella, mientras subrayan la importancia de la evidencia empírica
para la creencia fundamentada» (McIntyre, 2020, p. 79).
Referencias
Haack, S. (2010) «Cientismo». Discusiones filosóficas 16, 13-40
McIntyre, L. (2020) La actitud científica. Madrid:
Cátedra, pp. 62-80.
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