Diversas corrientes de la filosofía de la ciencia han defendido que la ciencia es y debe ser neutra: las personas dedicadas a la ciencia solo han de ocuparse de los hechos y de los valores epistémicos del conocimiento, aquellos que le son propios, como la verdad, la objetividad o su capacidad explicativa y predictiva. La meta de la empresa científica es llegar a un conocimiento verdadero y justificado de los hechos, por lo que la consideración de cualquier valor no epistémico, como las cuestiones económicas o políticas, queda fuera del ámbito del estudio de la ciencia. En 1938, Reichenbach condensó esta idea en su propuesta de que el único objetivo de la filosofía de la ciencia es el contexto de justificación —el análisis de los resultados de la investigación, las teorías elaboradas, los métodos lógicos usados y su justificación empírica—, dejando de lado el contexto de descubrimiento —las circunstancias en que se gesta el conocimiento científico—.
Sin
embargo, este planteamiento parte de la noción de que la ciencia es solo
conocimiento y obvia su faceta de actividad enmarcada en un contexto social. La
historia y la sociología de la ciencia han postulado que los valores no
epistémicos sí influyen en la generación del conocimiento y, por lo tanto, también
hemos de tener en cuenta el contexto de descubrimiento. Echeverría (1995b) va un paso más allá y
propone que en la ciencia no operan dos contextos sino cuatro: el de evaluación
(denominado anteriormente justificación), el de innovación (antes,
descubrimiento), el de educación y el de aplicación. Y en todos estos ámbitos,
que están estrechamente interrelacionados, encontramos normas, valores
epistémicos y no epistémicos.
Merton
ya había propuesto que la ciencia no es únicamente un conjunto de métodos o un
acervo de conocimiento acumulado, sino también un sistema de valores y normas
que regulan la actividad científica. Es decir, la ciencia no es un sistema
aislado ni una búsqueda aséptica de la verdad desarrollada en un marco ideal,
sino una actividad cuyas normas «poseen una justificación metodológica, pero
son obligatorias, no sólo porque constituyen un procedimiento eficiente, sino
también porque se las cree correctas y buenas. Son prescripciones morales tanto
como técnicas» (Echeverría, 1995a, p. 49). Para Merton, ese ethos de la
ciencia «incluye cuatro conjuntos de imperativos institucionales: el
universalismo, el comunismo, el desinterés y el escepticismo organizado»
(Echeverría, 1995a, p. 50). La ciencia ha de ser universal, con independencia
de razas, nacionalidades, religiones o clases; debe ser fruto de una
colaboración social basada en una comunicación total y abierta; ha de gestarse
de forma desinteresada y, por último, debe estar movida por el escepticismo.
Ese
escepticismo es el punto de partida del falsacionismo de Popper, su idea de que
la crítica es la característica esencial de la actitud científica ya que «las
teorías científicas se distinguen de los mitos simplemente en que pueden criticarse
y en que están abiertas a modificación a la luz de las críticas» (Echeverría,
1995a, p. 52). Nuevamente encontramos una noción de ciencia que no depende
únicamente de sus valores epistémicos y da cabida a valores no epistémicos y a
un contexto social: la ciencia es ciencia porque no es un conocimiento inalterable,
sino un conocimiento sujeto a revisión y abierto a crítica, una búsqueda de la
verdad y de las mejores teorías explicativas cuya objetividad reside en que «todo
aquel que haya aprendido el procedimiento para comprender y verificar las
teorías científicas puede repetir el experimento y juzgar por sí mismo»
(Echeverría, 1995a, p. 52). Para que este sistema popperiano funcione, la
ciencia debe ser pública y ha de existir libertad de pensamiento y de crítica,
unas condiciones que, según el autor, se dan en democracia, por lo que este es
el sistema ideal para el progreso del conocimiento científico.
Aun
estando de acuerdo en que esa actitud crítica es la base de la ciencia y en que
los sistemas políticos influyen en su avance, considero que a la tesis de
Popper le falta el componente del contexto social. Aunque la democracia ideal
que defendía Popper como sistema idóneo para el desarrollo científico pueda
garantizar, en teoría, la libertad de pensamiento y de crítica necesarios para
el progreso científico, no asegura en la práctica un componente básico para
poder ejercer esa libertad: la educación.
Ese
contexto de la educación al que hacía referencia Echeverría es fundamental en
el desarrollo científico. Por un lado, para que el escepticismo sirva realmente
como instrumento para lograr un conocimiento más objetivo, teorías más
explicativas y aproximadas a la verdad. Podemos pensar en el caso de las
pseudociencias, por ejemplo, en la polémica entre el evolucionismo y el
creacionismo en los Estados Unidos, donde esa libertad de pensamiento se ha
usado para permitir la enseñanza del creacionismo en algunos Estados. Si
obviamos los aspectos epistémicos del conocimiento y quien ejerce la crítica
carece de la base educativa para hacerla, lo que se consigue no es progreso
científico.
Por
otra parte, el acceso universal a la educación es básico para que de verdad
todo el que quiera pueda comprender y verificar teorías como postulaba Popper.
Si solo hay ciertos grupos capacitados para hacerlo, se pierde el componente de
universalidad del ethos científico de Merton, lo que limita el progreso
científico a un único camino, que no tiene por qué ser el mejor.
Aunque
el sistema político determina hasta cierto punto el sistema educativo, también
operan otros condicionantes sociales y económicos, que además se extienden al
resto de los contextos de la ciencia propuestos por Echeverría. El sistema
económico, por ejemplo, puede ser tal que no todo el conocimiento sea público,
que existan patentes o la obligación de pagar para consultar publicaciones
científicas, lo que dificulta esa labor de crítica necesaria para el progreso
científico, a pesar de que el sistema político la permita. Puede que las
condiciones económicas no sean suficientemente buenas como para que haya un
progreso tecnológico que respalde el científico o que el contexto social no sea
el idóneo para impulsar y financiar la actividad científica o para que toda la
ciudadanía participe en ese progreso, lo controle o se beneficie de él.
En
conclusión, podríamos reformular la tesis de Popper y completarla diciendo que
hay sociedades cuyas características políticas, sociales y económicas son más
adecuadas que otras para el desarrollo de la ciencia.
Referencias
Echeverría, J. (1995a) «El pluralismo axiológico de la ciencia».
Echeverría, J. (1995b) «Los cuatro contextos de la actividad científica».
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