A partir de los capítulos 2 y 3 del libro de Paolo Rossi El Nacimiento de la Ciencia Moderna en Europa titulados “Secretos” e “Ingenieros”, discute la relación que Rossi establece entre la tradición hermética, la práctica tecnológica y la emergencia de la ciencia moderna.
En estos dos
capítulos de su libro, Paolo Rossi describe el papel que desempeñaron las artes
mecánicas en el paso de la tradición hermética a la emergencia de la ciencia
moderna.
La tradición
hermética se distingue por su defensa del saber como un área vedada a la que solo
pueden acceder unos pocos elegidos. Los límites entre la filosofía natural y el
misticismo son difusos, el conocimiento es un todo sin contradicciones que se presenta
a través de visiones y revelaciones reservadas a los más sabios y doctos. La
divulgación de ese conocimiento no tiene ningún valor; al contrario, se
comunica de maestros a discípulos en círculos cerrados, con un lenguaje oscuro
y críptico que se considera prueba de su veracidad: esa sabiduría oculta es
únicamente para los iniciados y solo esos iluminados la entienden. La cultura queda
recluida en universidades y monasterios.
Sin embargo, a
mediados del siglo XVI comienza a aparecer una oposición a esa forma de
conocimiento secretista y asociado a la autoridad. En los talleres, los ingenieros ponen en práctica artes mecánicas, diseñan y fabrican máquinas,
experimentan con la química y los minerales y difunden el acervo que van
acumulando. Autores como Biringuccio y Agricola publican tratados prácticos
sobre metalurgia y minería y critican abiertamente el lenguaje oscuro de
tradición hermética.
En paralelo, surgen
figuras como Rober Norman, un marinero que usó la experiencia acumulada durante
años para fabricar brújulas, o Juan Luis Vives, humanista que postuló la
necesidad de estudiar áreas como el arte del tejido, la agricultura o la
navegación. Así va abriéndose paso la idea de que la técnica y los saberes
prácticos tienen valor y debe concedérseles crédito, aunque no procedan de
filósofos dedicados a la teoría. Así empieza a desdibujarse la percepción de que la
cultura vive solo en los conventos; esta también se genera en los talleres, a
los que además van llegando obras clásicas sobre astronomía o matemáticas traducidas
a las lenguas vernáculas, lo que facilita el acceso a conocimientos teóricos a
los constructores e ingenieros. Teoría y práctica se funden en artistas
como Leonardo o en disciplinas como la pintura, en la que se introduce la perspectiva
de la mano de la geometría, y el artesano adquiere el prestigio del artista.
Estas ideas, que
evolucionaron a partir de la práctica, se elevaron a la categoría de filosofía
de la mano de filósofos como Bacon, Descartes y Boyle. Bacon defendió el valor
de las artes mecánicas por su capacidad para revelar las características del mundo natural y su carácter colectivo y acumulativo: a diferencia de
la magia hermética, que consideraba el sabor como algo inmutable, la práctica
de los ingenieros es capaz de crecer, es un saber progresivo que se va construyendo sobre la base de hallazgos previos.
Partiendo de
este panorama histórico y de la superación del concepto de revolución
científica, Rossi argumenta que la diferencia entre magia y ciencia no reside
solo en los contenidos y los métodos de una y otra, sino también en la imagen
del saber y del sabio. Se abandona la idea de que el conocimiento es algo
oscuro, guardado con secretismo en conventos y universidades y reservado a unos
pocos iluminados, para aceptar que las artes mecánicas y la tecnología son
vehículos de conocimiento que se desarrollan en los talleres, donde se rechaza
la autoridad como aval de veracidad, se experimenta, se estudia y se divulgan
abiertamente diferentes técnicas, que surgen muchas veces de necesidades
sociales o económicas concretas y se nutren entre sí. El secreto deja de ser un
bien y la ingeniería adquiere valor y prestigio, lo que actúa como catalizador
del surgimiento de la ciencia moderna.
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