En la distopía Matrix, Sión es el refugio de quienes han
conseguido escapar del mundo de realidad virtual mediante el que las máquinas sojuzgan
a la humanidad. Paradójicamente, la ciudad subterránea en la que vive la
resistencia necesita maquinaria para sobrevivir, cubrir necesidades básicas,
depurar el agua o generar electricidad. En la segunda entrega de la trilogía,
un diálogo entre el consejero Hamann y Neo sobre esta paradoja introduce un
argumento clásico de la ciencia ficción: las máquinas de Sión son tecnología mecánica,
no una inteligencia artificial rebelada; los seres humanos las dominan y pueden
desconectarlas cuando quieran. Pero, ¿en qué consiste ese supuesto dominio si tal desconexión supondría la muerte de la ciudad?
Salvando las distancias entre
ficción y realidad, existe cierto paralelismo entre esa relación ambivalente de
Sión con las máquinas y la de nuestra sociedad con la tecnología. Los avances
tecnológicos han logrado que la humanidad progrese, que puedan curarse
enfermedades o no tengamos que hacer trabajos penosos. Pero todas las
revoluciones técnicas han tenido también consecuencias negativas, como la
contaminación provocada por la revolución verde o el cambio climático generado
por la quema de combustibles fósiles. Hoy, la revolución digital, que amenaza
con destruir puestos de trabajo y desregularizar
el mercado laboral, ya ha
provocado un notable aumento de la desigualdad, concentrando el poder y el dinero en un puñado
de compañías gigantescas.
No vivimos en Matrix, asumimos que es el ser
humano el que domina a la máquina, a la que presuponemos objetividad y
neutralidad, por lo que existe la tentación de situar el origen del problema en un mal uso
de la tecnología. Y, sin embargo, la tecnología no es neutra, «lo tecnológico es político», como sostienen Gordo y Sádaba o Winner,
para quien hay tecnologías inherentemente políticas que requieren unas condiciones sociales determinadas y cuyas consecuencias en los patrones de poder y autoridad son inevitables. Podemos verlo en algo tan sencillo como la creciente imposición de los trámites online, ya sea pedir una cita médica o presentar la declaración
de la renta. No parece haber ningún mal uso de la tecnología, mejora la
eficacia de la Administración y resulta cómodo para parte de la ciudadanía. No obstante, excluye a aquellas personas que no disponen de los medios o conocimientos
tecnológicos necesarios.
Entonces, si el problema es el
carácter político de la tecnología, no su buen o mal uso, ¿la solución es
desconectarse y quedarse sin luz como Sión? Quizás la clave para entender en
qué consiste o debería consistir el dominio del ser humano sobre la tecnología
esté más bien en la hipótesis que plantea Marina Garcés: «En estos momentos,
sabemos más acerca de la relación del saber con el poder que de la relación del
saber con la emancipación» (2017, p. 64).
Puede que tengamos que reflexionar antes de adoptar nuevas tecnologías,
analizar sus efectos sociopolíticos, decidir si nos interesan, si son justas o éticas, corregirlas o impedir sus implicaciones negativas. Quizás no haya
que apagar la luz, sino regular el mercado eléctrico.
Garcés, m. (2017) Nueva ilustración radical.
Barcelona: Anagrama
Gordo, A; Sádaba, I. (2008) «La
tecnología es política por otros medios» en Cultura digital
y movimientos sociales. Madrid: Los Libros de la Catarata
Qureshi, Z. (2019) «La
desigualdad en la era digital» en El
trabajo en la era de los datos. Madrid: BBVA OpenMind
Vega Ruiz, M. L. (2019) «Revolución
digital trabajo y derechos: el gran reto para el futuro del trabajo» Iuslabor,
n.º 2
Winner, L. (1988) «Do artefacts have politics?» en The whale and the reactor. Chicago:
Universitiy of Chicago Press. Traducción al castellano: Francisco Villa, M. «¿Tienen política los artefactos?». Organización de Estados Iberoamericanos
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