Cada sociedad tiene su propia cosmovisión, una representación del mundo que no es compatible con cualquier forma de organización social, de cultura ni de gestión del conocimiento. Lo que sabemos y cómo lo sabemos está mediado por el contexto y por un sistema de valores epistémicos que no son universales ni eternos. Esto implica que los valores epistémicos que utilizamos para catalogar el conocimiento tienen un correlato axiológico en los valores que consideramos deseables desde el punto de vista social y que esa correlación es bidireccional.
En
la tabla 1 se recogen cuatro valores epistémicos —verdad, compromiso semántico,
testabilidad intersubjetiva y coherencia interna y externa— a los que
corresponden unos valores sociales. La verdad o la testabilidad que requerimos
para considerar que algo es conocimiento se vinculan a la pretensión de la
sociedad actual de fijar criterios sobre el bien y el mal moral o esquemas de
control público para evitar manipulaciones no contrastables.
Pero
estos valores epistémicos no son inmutables. Por ejemplo, el compromiso
semántico del conocimiento, asociado ahora a valores como el fomento de la
comunicación intercultural, la deliberación y el control político-social de la
cultura, no era un valor epistémico en el marco de la tradición hermética europea
de la Edad Media. En ese contexto, se veía el saber como algo revelado
por una autoridad y reservado a unos pocos elegidos, lo que se reflejaba en
textos oscuros, en la reclusión del saber en conventos y universidades o en el
uso del latín como lengua académica. El cambio de ese valor epistémico, que
supuso un impulso de la divulgación del conocimiento, también implicó, por
ejemplo, el uso de las lenguas vernáculas para llegar a estratos más amplios de
la sociedad o la utilización de tipos textuales más accesibles, como los Diálogos
de Galileo.
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