La escritura mantiene una relación bidireccional con el conocimiento: como artefacto cultural, es fruto de la actividad cognitiva humana y, a su vez, repercute en esa actividad y en la historia del conocimiento.
En
la fase de la historia de la humanidad previa a la aparición de la escritura,
la experiencia del mundo del ser humano quedaba limitada a la percepción de los
hechos naturales inmediatos. Aunque en las culturas orales ya se producía una
transmisión cultural, la aparición de la escritura fue el detonante para que
esa tradición pasara a formar parte de la experiencia del mundo a través de los
textos, en los que se podía fijar una cosmovisión concreta.
En
ese periodo inicial de la escritura, la escasez de los textos les confería un
gran valor y un carácter canónico, que requería la mediación de personas
expertas para la interpretación. Esto cambió con la invención de la imprenta y la
proliferación de libros, que llevó a la democratización del acceso al
conocimiento, a la posibilidad de criticar las interpretaciones oficiales y al
declive del argumento de autoridad. El libro, convertido en objeto
sociocultural, se transformó en una herramienta activa para entender el mundo y
experimentarlo.
La
escritura digital da un paso más y establece un nuevo paradigma disruptivo que
rompe con el viejo régimen. La digitalización, que afecta tanto a textos como a
sonidos e imágenes e incluye el hipertexto conectado, no genera objetos que
actúan como intermediarios para conocer el mundo, sino nuevas experiencias. La
web no sustituye al libro por
un objeto equivalente en formato digital, sino por una experiencia directa del
nuevo mundo que ha producido. Esta nueva situación experiencial del mundo exterior, unida a la externalización de la memoria mediante la web hipertextual, cambia las características del sujeto cognitivo e implica una
forma de conocimiento distinta, una nueva cultura.
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