Desde un punto
de vista semántico, ‘oír’ y ‘escuchar’ no son sinónimos. ‘Oír’, del latín audire, es
percibir con el oído; ‘escuchar’,
del latín auscultare, es prestar atención a lo que se oye. Podemos oír que
alguien está hablando sin escuchar lo que dice y también puede darse el caso de
que queramos escuchar algo, pero no lo oigamos. ‘Escuchar’ implica voluntad, un
deseo de percibir y entender.
Esta diferencia
sería matizable, ya que la lengua es mucho más que semántica y a veces
encontramos giros que parecen caprichosos. Además, es un sistema vivo, en el
que las acepciones se desplazan con el tiempo, en contacto con otras lenguas y
realidades, y se imponen nuevos usos: por ejemplo, en los últimos años cada vez
se usa más ‘escuchar’ en el sentido de ‘oír’, como muy bien explica Pedro
Álvarez de Miranda en este artículo
del Centro Virtual Cervantes.Thisbe. J.W. Waterhouse. 1909
Para este ejercicio podemos prescindir de los matices y quedarnos con que la diferencia entre ‘oír’ y ‘escuchar’ reside en la atención. Aunque esa atención no siempre nos lleva en la misma dirección: a veces nos esforzamos por aguzar el oído para escuchar bien, mientras que hay ocasiones en las que nos centramos tanto en lo que estamos haciendo que no oímos que el teléfono está sonando; hay quien es incapaz de leer con música de fondo y hay quien puede estudiar temas complejos por mucho ruido que haya a su alrededor. Todas estas posibilidades están relacionadas con cómo funciona el sentido del oído.
El oído externo capta las ondas sonoras, que avanzan por el oído medio y el interno hasta llegar a la cóclea, desde donde pasan codificadas al nervio auditivo. El encargado del proceso de descodificación e interpretación de ese mensaje es el cerebro, a través de una serie de niveles o vías auditivas que van obteniendo información y trasladándola al nivel superior. Se identifican características del sonido como la intensidad, la frecuencia, la armonía, la melodía o el ritmo, se integran todos los datos y se prepara una respuesta.
Pero la audición
no solo implica la vía auditiva del cerebro, también pone en marcha áreas como
la corteza multisensorial, que permite establecer la prioridad entre los
distintos estímulos que recibimos, de ahí que tengamos cierta capacidad para concederle
más atención a la actividad que más nos interesa y dejar las demás en segundo
plano.
Además, en el
proceso se activan regiones del cerebro como las que controlan los músculos,
los centros del placer o las vinculadas a la memoria y las emociones.
Toda esta serie de señales e información que entran en juego para interpretar lo que oímos contribuye a que cada persona perciba la música de forma distinta, ya que en la descodificación del sonido intervienen la experiencia y las vivencias personales, asociaciones de recuerdos, preferencias estéticas o incluso conocimientos previos que pueden ayudar a identificar ciertos rasgos musicales que para un oído no entrenado pasan desapercibidos.
Para complicar
un poco más el proceso, a veces el cerebro «nos engaña». Nuestros órganos
sensoriales no son máquinas de precisión, perciben los estímulos de forma
incompleta y es el cerebro el que se encarga de buscar patrones y llenar los
huecos para interpretar la información, un proceso en el que, una vez más,
influye la realidad personal. Este funcionamiento del cerebro da lugar a
curiosos fenómenos de ilusiones sensoriales como las que describen Javier
Armentia y Joaquín Sevilla en la interesante y divertida charla de Naukas «Ciencia con sentidos».
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