domingo, 19 de junio de 2022

Un círculo virtuoso

 

En la evolución del ser humano, lo biológico va de la mano de lo cultural. Hitos como la fabricación de herramientas, el dominio del fuego o el uso del lenguaje no habrían sido posibles sin la presencia de ciertos rasgos biológicos, pero tampoco sin algún tipo de demanda cultural que propiciara su aparición. Al mismo tiempo, la existencia de una cultura y una organización social potencian la selección de aquellas mutaciones biológicas que constituyen una ventaja en ese marco concreto, creando un círculo evolutivo virtuoso al que podríamos añadir un tercer factor: el entorno y la consiguiente necesidad de adaptación.

Si el Homo habilis pudo empezar a construir herramientas, fue porque la acumulación de sucesivas mutaciones genéticas le habían liberado de la obligación de apoyar las manos en el suelo para andar, lo habían dotado de unas manos con una anatomía idónea para manipular objetos y de un cerebro más grande con una mayor capacidad. Sin embargo, esa habilidad no es más que uno de los engranajes de la compleja maquinaria de la evolución, en la que los factores culturales y biológicos están interrelacionados. La posibilidad de crear útiles y herramientas está vinculada con la existencia de una estructura social en la que puedan transmitirse las técnicas necesarias para su construcción y, en ese marco cultural, la existencia de un lenguaje que facilite la comunicación de conocimientos constituye una clara ventaja evolutiva… que no se habría producido sin una anatomía adecuada del apartado fonador y de las áreas del cerebro asociadas al lenguaje.

Imagen ideal de la Edad de Piedra del pintor austriaco Hugo Darnaut (ca. 1885). Fuente

Estos cambios culturales y biológicos se retroalimentan: si contamos con herramientas y fuego, podemos cambiar la alimentación; con una alimentación más rica, variada y calórica, el sistema digestivo requiere menos energía, que se puede destinar al desarrollo del cerebro; un cerebro más sofisticado permite desarrollar más habilidades y, también, una cultura en la que determinadas habilidades serán una ventaja.

Nuestros antepasados lograron defenderse de animales mucho mayores que ellos y cazarlos porque se organizaron en grupos sociales, empezaron a cultivar o domesticar especies gracias a los conocimientos acumulados y transmitidos mediante un lenguaje, se adaptaron a los cambios del entorno emigrando a zonas más propicias, llegaron a crear culturas complejas, jerarquías o expresiones artísticas. Y todos esos pasos fueron de la mano de cambios físicos, en la estructural corporal, en el cerebro. Los unos no se entienden sin los otros.

La clave criptográfica universal

 

Tres pulsos cortos, tres largos, tres cortos. En alguna sala de radio, alguien recibe este mensaje y llama inmediatamente al servicio de emergencias porque ha llegado un SOS, la señal de socorro internacional en código morse. Ese ingenioso sistema asociado a las comunicaciones telegráficas y de radio usa una combinación de sonidos cortos y largos —o puntos y rayas— para codificar las letras del alfabeto: un punto y una raya es siempre una A, una raya y un punto equivale a una N.

Mucho antes de que el ser humano inventara este y otros lenguajes, en el mundo natural ya funcionaba otro: el código genético, esa clave que establece la correspondencia entre los codones del ARN y los aminoácidos de las proteínas.

Pero empecemos por el principio, por el ADN, ese manual de instrucciones que contiene la información genética de los seres vivos y que está escrito en un alfabeto universal de solo cuatro letras: las cuatro bases nitrogenadas o nucleótidos que componen el ADN, la adenina (A), la citosina (C), la guanina (G) y la timina (T). Estos cuatro nucleótidos se unen siempre en tripletes o codones, lo que da lugar a 64 combinaciones posibles. En el proceso de reproducción celular, los codones de ADN se transcriben a ARN, que utiliza un alfabeto ligeramente distinto, aunque igual de reducido, el de sus cuatro bases nitrogenadas: adenina (A), la citosina (C), la guanina (G) y uracilo (U).

El último paso para llegar desde el lenguaje del ADN al lenguaje de los aminoácidos es la traducción, que se basa en un diccionario específico, una clave para descifrar la equivalencia entre tripletes y aminoácidos: el código genético. El triplete CCU es siempre la señala que codifica la prolina, AGA indica que hay que fabricar arginina.

El código genético. Fuente


Este código morse biológico es común a todas las formas de vida, salvo unas pocas excepciones. Todas usan los mismos puntos y rayas —los tripletes— para codificar un alfabeto —el de los veinte aminoácidos con los que se construyen las proteínas—. Lo que diferencia a las especies de seres vivos es la secuencia, el orden en el que aparecen y se leen esos aminoácidos, que origina multitud de combinaciones y proteínas distintas. Del mismo modo que el alfabeto latino de solo 26 letras nos permite escribir un contrato o un poema, ese código genético universal es la llave de la biodiversidad, desde los musgos a las lechuzas. Y su universalidad demuestra que todas las especies proceden de un mismo origen, de LUCA, ese ancestro común que ha dado lugar a todos los seres vivo a través de los mecanismos de la evolución.

Representación de 2016 del árbol de la vida utilizando secuencias de proteínas ribosómicas. Fuente


Salud mental y COVID-19

 

¿Qué efectos han tenido la COVID-19 y las medidas adoptadas para hacerle frente en la salud mental de la población? Esa es la pregunta a la que intentaré responder en este ejercicio de clase en forma de reportaje periodístico.

Ya en los primeros meses de la pandemia, en 2020, hubo voces que alertaron sobre las posibles consecuencias psicológicas de la crisis sanitaria, los confinamientos y otras estrategias utilizadas para contener la propagación del virus. ¿Estaban en lo cierto? ¿Los datos avalan esa percepción de que nuestra salud mental se ha resentido en los dos últimos años? Y, si es así, ¿qué trastornos son los más frecuentes? ¿Qué está sucediendo con nuestra salud mental?

Una vez delimitado el qué, podremos pasar al quién y al cuándo, dilucidar si hay algún grupo de población en el que se haya constado una incidencia mayor de trastornos mentales y si esos trastornos se produjeron en el peor momento de la pandemia o bien se han presentado posteriormente. El capítulo del dónde podría dar lugar a un interesante estudio comparativo sobre la relación entre las medidas de salud pública aplicadas en distintos países y su repercusión en la salud mental, pero sería un ejercicio demasiado ambicioso, por lo que el reportaje se circunscribirá, por cercanía, a nuestro país.

¿Cómo se han manifestado esos problemas de salud mental? ¿Han aumentado, por ejemplo, los intentos de suicidio o el uso de psicofármacos? ¿Y por qué? Entre las causas de las que hemos oído hablar en los medios se cuentan la soledad, la falta de ejercicio físico, el miedo, la incertidumbre permanente, los problemas económicos y laborales, las dificultades para gestionar el duelo sin haber podido si quiera despedir a la persona fallecida o la repercusión de las medidas de distanciamiento social en niñas, niños y adolescentes que están empezando a socializar.

Todas estas causas nos llevan al «para qué» del reportaje. Sin duda, la salud es un tema de interés general que afecta a toda la población y, en los últimos tiempos, se le está concediendo más importancia a la salud mental. Como sociedad, tenemos derecho a disponer de datos sobre la situación para decidir si queremos destinar más recursos a estas cuestiones sanitarias. Y, si miramos al futuro y a la preparación frente a nuevas crisis sanitarias, también tenemos derecho a saber y a entender cómo funcionan las medidas de salud pública, que tienen en cuenta desde aspectos epidemiológicos o biológicos a las consecuencias económicas, sociales o para la salud mental de cualquier decisión adoptada.

Del neuroderecho y otras neurohierbas

  «Acompañar un texto con la imagen de un cerebro aumenta significativamente su credibilidad». Eso aseguran Cardenas y Corredor (2017) en u...