Un telar mecánico: seguramente
eso debería ser la inteligencia artificial para una traductora. Sin embargo, me
parece más acertado decir que es un imaginario, una construcción simbólica,
como argumentan Sánchez y Torrijos en La primavera de la inteligencia artificial. Un relato cuya historia ha
vivido varios inviernos
y ahora parece encontrarse en un verano de récord gracias a productos estrella supuestamente
infalibles impulsados, en muchos casos, por empresas privadas.
Es en ese carácter privado en el
que podría radicar la principal diferencia entre la IA y el resto de las ciencias:
la ciencia, para serlo, debe estar sujeta al examen de toda la comunidad
científica; en cambio, las aplicaciones de IA tienen mucho de caja negra. La
investigación médica, la ingeniería nuclear o la civil, todas deben cumplir
unas normas, pero hasta ahora no existe ninguna regulación que limite la
investigación de las tecnológicas, que han admitido, por ejemplo, que, sin usar materiales sujetos a derechos de autor, no habrían podido desarrollar
herramientas como ChatGPT.
Comprar acríticamente ese relato
de infalibilidad e inevitabilidad de la IA, alimentado por intereses privados,
nos impide entender qué puede hacer realmente la IA, para qué queremos usarla,
sus implicaciones éticas, ecológicas y socioeconómicas o sus riesgos.
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